¿En qué se parecen los bodegones y la novela policíaca?, por Nicolás A. González

Una vez cubiertas sus necesidades más elementales, puede el hombre empezar a preocuparse por otros menesteres más intangibles y proyectados en la incerteza del futuro. Así, la primera tentativa de una estructuración del pensamiento tuvo que esperar hasta los antiguos griegos, quienes disponían tanto de las facultades como de las herramientas —la escritura— para elaborar un registro.

En consecuencia, se entiende que también fueran ellos los primeros en razonar sobre multitud de asuntos, y que esos mismos razonamientos sean hoy una fuente de casi obligada consulta. Para comenzar a plantear el tema que aquí nos ocupa nos gustaría volver —de manera superficial— en torno a las consideraciones que Aristóteles emitiera en relación al trabajo.

Huelga señalar que no fue el único en pronunciarse a este respecto, como además cabe subrayar que los juicios —en su gran mayoría y de acuerdo con las aspiraciones éticas de la sociedad— no están guiados por un valor utilitario, sino por el rédito moral que la ocupación pudiera dispensar: «El desprecio de Aristóteles por el trabajo […] no se debe sólo, como en Platón en que mantenga al hombre pegado a la materia, impidiéndole el acceso a lo espiritual, sino fundamentalmente por ir en detrimento de su autonomía» (Inneratity, 1990).

Las únicas actividades loables, por tanto, eran aquellas que implicaban una contemplación, mientras que las restantes solo hacían que distraer al hombre de su verdadero y último cometido. En efecto: la discriminación laboral encuentra justificaciones desde un buen comienzo.

Y a partir de aquí en adelante: en el Imperio romano (hacia la usura, por ejemplo), en los gremios medievales (no era lo mismo confeccionar una joya que labrar madera) y por supuesto en la actualidad, donde adopta formas sutiles en el alfabetismo digital y más agudas en la condición de migrante. En una palabra, la estigmatización del trabajo es un antiquísimo hábito cultural.

Resultaría en exceso optimista e ingenuo suponer que tan inveterada costumbre tampoco hallara acomodo en el seno mismo del arte y de la literatura. Nos adelantamos a la confusión si la hubiera: una cosa son los géneros —puramente orientativos, más o menos útiles para afrontar un estudio académico— y otra muy distinta es la organización jerárquica de los mismos. Por descontado que no todas las artes se rigen por unos rangos, pues no todas disfrutan —o sufren, según como se mire— de una institución que los dicte. Ahora bien, la ausencia de unas categorías no es condición única para una equidad en el arte, dado que bajo esa circunstancia prevalecerá el consenso de la crítica o el peso de la tradición.

Sin ir más lejos, es durante el período académico de las artes plásticas cuando se fijan las primeras clasificaciones. No faltó academia europea que se apuntara a la moda de poner orden entre los géneros artísticos, en clasificar de mejor a peor los temas e incluso también los formatos.

En el campo pictórico tuvo mucho éxito la distinción que hiciera L’ Académie Royale de Peinture et Sculpture, una institución favorecida por la corona gala del XVII y que se pronunciara de la siguiente manera: «Quien pinta perfectamente paisajes está por encima de otro que no hace más que frutas, flores o conchas. Quien pinta animales vivos es más estimable que quienes no representan más que cosas muertas, sin movimiento» (Campàs, 2009). En otras palabras, André Félibien viene a manifestar con este discurso que el bodegón es un tema modesto, el que exige una técnica menos talentosa y trabajada.

Cierto es que las academias terminaron por disolverse, pero la actividad ejercida fue suficiente para modular hasta hoy día algunas corrientes de opinión. Ocurre con la naturaleza muerta, cuya condición de vileza parece haber quedado entonces definida para siempre. Y ello a pesar de que en su momento no faltaran defensas como la siguiente: «¿Pues qué? ¿Los bodegones no se deben estimar? Claro está que sí, si son pintados como mi yerno los pinta [se refiere Pacheco a Velázquez], alzándose con esta parte sin dexar lugar a otro y merecen estimación grandísima» (Triadó, 1996).

bodegón Diego Velázquez Odisea cultural
«Vieja friendo huevos», Diego Velázquez, 1618. National Galleries Scotland.

En cuanto a los géneros literarios, se observa un proceder análogo aunque sin ese tono oficialesco de la pintura académica: la novela es la máxima expresión, el culmen del ejercicio literario; la narrativa policíaca, en cambio, es una construcción vulgar y pedestre. Ninguna autoridad ha sentenciado que esto sea así, pero en su lugar se impone —como bien decíamos más arriba— el consenso de la crítica y el peso de la tradición. Y tampoco es menos cierto que la voz erudita pretenda a veces una sabiduría legitimada, solemne y forzosamente válida para todo el mundo; es decir, que con ella ignora la aceptación o no de sus posturas. Porque también lo detectivesco presenta objeciones a su condición, como por ejemplo: la dilatada trayectoria así como el interés mostrado por autores célebres, la participación en el imaginario colectivo por parte de alguno de sus personajes (Dupin, el padre Brown, Sherlock Holmes)
y el amplio público del que disfruta en la actualidad.

Pero agudicemos ahora nuestra lectura con la exposición de las razones que despiertan semejante menosprecio. Si bien cada género responde a unas motivos peculiares y exclusivos, es posible cercar una zona común, unas causas compartidas que intentaremos reconocer con más o menos fortuna.

Dicho lo cual, una de las razones salta a la vista: la excesiva rigidez de sus composiciones. Grosso modo podría elaborarse un listado de aquellos elementos inalterables, digamos que fijos: uvas, manzanas, panes, flores, crimen, testigos, víctima, sospechosos, pruebas confusas, etc. Quizá un contraste sirva para detallar mejor esta idea: no hay un mínimo ni nada concreto que garantice la consecución satisfactoria de una novela o de una pintura expresionista, pero sí en los bodegones y en la narrativa detectivesca. No ocultamos que en cualquiera de los casos es necesaria una combinación atractiva, elegante y genial; sin embargo, no todos están sujetos al cumplimiento de un estándar.

Así pues, el margen para la creatividad resulta escaso; de hecho, no se les exigen muestras prodigiosas de autenticidad, sino pequeñas variaciones que respeten siempre la definición del género, su reconocimiento a pesar de experimentos e inventivas. Pero ni esto ni aquello otro impiden que puedan ser permeables a los movimientos de una período, que se adapten a los vaivenes de las tendencias y de los ismos cualesquiera que sean; ahora bien, la esencia de uno y otro debe mantenerse incorruptible pese a las desfiguraciones ensayadas.

Estas reflexiones ha llegado incluso a la ficción: «—¿Para qué? —respondió Hunter—. Todas las novelas policiales son iguales. Una por año, está bien. Pero una por semana me parece demostrar poca imaginación en el lector» (Sabato, 2000). Con arreglo a lo detallado en el párrafo anterior podemos afirmar que es trata de una respuesta injusta y carente de matices. No ignoramos que a veces la comprensión llega con una hipérbole, con el ejemplo o relato desorbitado; tampoco ignoramos que el aserto está puesto en boca de un personaje ficticio, y aún así no debe pasarse por alto una corrección capital: no es que todas sean iguales, sino forzosamente parecidas —claro que también lo extrapolamos al bodegón—.

Una primera razón de la que podemos desglosar otras. Por ejemplo, si partimos del noble supuesto de que todo arte persigue un fin, de que todo ejercicio artístico guarda un propósito más allá de la expresión estética y que este es la disposición de un cambio, el logro de un progreso —en el plano individual o colectivo—, todo ello pierde vigor en los géneros que son objeto de estas líneas. En ambos puede el receptor anticiparse, presumir de antemano la forma y el contenido; no hay sorpresa en los significantes explorados ni en las connotaciones que nos puedan suscitar. Por consiguiente, el estímulo intelectual —y por qué no también el emocional— que precede a un nuevo estadio queda inaccesible.

O apenas perjudicado en el mejor de los casos. La obediencia a la concreción de una forma en absoluto impide el desarrollo de un simbolismo, el empleo intencionado de objetos y argumentos, aunque sí lo condiciona al respeto de una configuración. Queda por tanto el mensaje de tal manera pautado que se desaprovecha la infinitud del arte: «Cada arte concreto nos ofrece una cantidad infinita de formas, y numerosas son las producidas por cada arte en los diferentes pueblos, en las distintas épocas, etc.» (Hegel, 1990). Será entonces considerado un arte menor aquel que caiga en una continua recurrencia, en una especie de rutina creadora; será entonces un arte menor el que no esté capacitado para conjugar la expresión de la conmoción humana con la inventiva de formas tan libres como diversas.

¿Y si el arte fuera desinteresado? Si no cupiera en él subordinación alguna (instrumental, simbólica, ideológica, moral, etc.), ¿en qué estima se tendrían las naturalezas muertas y la narrativa policíaca? No sería difícil imaginar que la crítica mostraría su reticencia apelando a las necesidades mundanas que satisfacen, esto es, al uso decorativo y ocioso que reciben.

Mire por donde se mire, parece distante el día en que estos géneros logren invertir su mala reputación, corregir el desdén. Un primer y definitivo paso sería que su lugar fuera ocupado por otra disciplina, pues a través de la comparación es que se consiguen los agravios: al margen, desechados quedan los méritos que puedan poseer o cultivar. ¿Es razonable que así sea? Tan solo añadir —sin intención de que sea un justificante— que siempre habrá una víctima, un objetivo sobre el que desahogar la vanidad y el menosprecio.

 

Nicolás A. González

 

Bibliografía:
-Campàs, J. (2009). Història de l’art II. Barcelona: Universitat Oberta de Catalunya
-Innerarity, C. (1990). La comprensión aristotélica del trabajo. Anuario filosófico. Vol. 23, (2), p. 69-108
-Sabato, E. (2000). El túnel. Lima: El Comercio
-Triadó, J.R. (1996). El Barroco. En Waiche, D., Maitre, F. y García, C. (Ed.), Historia del Arte de España (2ª ed.). Barcelona: Lunwerg Editores
-Hegel, G. (1990). Introducción a la estética. Barcelona: Ediciones Península

 

Nicolás González Silvera (Uruguay, 1994). Reside en Logroño  y ha cursado estudios en la Universitat de Girona (Comunicació Cultural) y en la UOC (Máster en Periodismo) aunque actualmente trabaja de camarero.

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