PALABRA DE ARGONAUTA – José Antonio Olmedo López-Amor

Para hacer más ameno este inusual verano, Palabra de argonauta, vuestra sección de narrativa contemporánea en Odisea Cultural, selecciona en esta ocasión un relato del escritor José Antonio Olmedo López-Amor (Valencia, 1977). Animamos a todos los escritores de narrativa española a participar en esta sección de Odisea Cultural que, a partir de este mes, estará coordinada también por la propia dirección de la revista (en lugar de por nuestra colaboradora Ana Patricia Moya, a quien agradecemos su labor como responsable de la sección durante los últimos dos años). Podéis leer las nuevas bases al final de la entrada. Sin más, qué disfrutéis de la lectura. Fuerza y ánimo para todos.

 

CRISTAL Y ROCA

De pálida tez y frente hollada por tenues arrugas, piernas cortas, cabello acastañado y ojos diminutos de color aceituna era el aspecto de Juan, un somnoliento creador de no vistos artilugios construidos con cristales extranjeros y estilosos armazones metálicos. Aficionado a la lectura y escritura de poesía, siempre portaba un pequeño cuaderno en el que iba anotando ideas, por extrañas y dispersas que fuesen, y, de cuando en cuando, cerraba algún poema.

Movido por un ilusionante encuentro con Susana, una chica que conoció en un mercado cercano y con quien se citaba esporádicamente en lo que parecía ser una especie de incipiente cortejo, su inspiración palpitaba de forma boyante. Por aquel entonces, en su cuaderno, una pequeña estrofa de amor esperaba el último verso que la culminase:

Su blanca oscuridad me dijo: —acoge
este temblor de labio acantilado.
Y quise modelarla, pero no encontré arcilla.
Cuando fui a tocarla…

Pero aquella era una tarea ante la que su autor se encontraba atascado desde hacía ya varios días; la reciente pérdida de su pipa de la suerte le tenía desconcertado.

Aquella tarde, Juan decidió cerrar su negocio a la hora habitual y probar uno de sus últimos inventos para, en el mejor de los casos, patentar su diseño sin más dilaciones. Así que decidió subir al Miguelete, monumento emblemático de la Valencia antigua, para poner a prueba el rendimiento visual de su reciente prototipo. Desde cincuentaiún metros de altura, elevación de su sala de campanas, la vista panorámica de una Valencia de finales del siglo XIX incluía el mar.

Juan caminó sobre los adoquines de la calle Zaragoza, flanqueados por tiendas de las que sobresalían toldos; a pocos metros, la impresionante vista de la Puerta de los Hierros de la Catedral de Valencia le sobrecogía por la barroca belleza de su distinguido ornato. Solo en el primero de sus tres cuerpos, había ángeles, adornos de follaje, un elegante escudo que contenía una concha en la que estaba tallado el nombre de María; sobre la plena cimbra de la majestuosa puerta, los ángeles de Vergara, cuatro en número, coronaban esta estancia desde hacía más de cien años.

A pocos metros, la conocida como «Torre del Miguelete», se erigía magnificente como una de las maravillas culturales del gótico valenciano. Algunos lo conocían también como «Campanar Nuevo» para diferenciarlo de otra torre románica ubicada en la Calle de la Barchilla. Comenzado a construir en 1381 por Andrés Juliá, este eminente edificio tardó media centuria en ser terminado. Su morfología era la de un enorme prisma octogonal, liso en su paramento vertical, a excepción de unas impostadas molduras que indicaban la separación de los pisos y, por supuesto, los ventanales de su sala de las campanas; zona lindante con el antepecho de la terraza: un conjunto rematado por la famosa espadaña que albergaba, sus no menos célebres, campanas de los cuartos.

Juan atravesó su umbral angular decorado con arquivoltas y un paso cubierto de voltas nervadas. Para él, ascender El Miguelete nunca fue algo trivial; quien conocía los entresijos de su historia, percibía solemnidad y respeto entre los artesanales aparejos de sus muros. Así que comenzó a recorrer pausadamente sus doscientos siete escalones con la misma ilusión que lo había hecho acompañado por su padre, cuando tan solo tenía nueve años. Ascendiendo por su angosta escalera de caracol, Juan dejó atrás los abovedados segundo y tercer pisos, conocidos como «Prisión» y «Casa del campanero», respectivamente, y llegó a la terraza. Allí, jadeante por el esfuerzo, la oscura claustrofobia se convirtió en luminosa intemperie, el rumor de la ciudad y el viento fueron la superficie: su techumbre, el cielo.

Había varias personas disfrutando de las excepcionales vistas. Una barandilla de madera sustituía, a modo de antepecho, a una elegante crestería calada que fue arrasada en el siglo XVIII. Cuando Juan se disponía a extraer de su bolsillo sus nuevos anteojos, fijó su atención en un tipo extraño, algo desconcertado, que parecía deambular sin rumbo aparente por aquella terraza. Recordó que no debía retrasarse mucho, puesto que había quedado con Susana poco después para compartir en el cercano café El Siglo. Los demás visitantes se marcharon y tan solo en unos segundos de ensimismamiento, el extraño sujeto que deambulaba se encaramó peligrosamente a la barandilla con intención de arrojarse al vacío, algo a lo que Juan reaccionó rápida y hábilmente, puesto que antes del terrible desenlace, consiguió darle alcance y le agarró.

Aquel individuo quería morir, pues forcejeó con Juan y gritó exigiendo que le soltase. Ante la grave situación y tras ineficaces llamadas de socorro, Juan decidió hablar con aquel hombre y emplear toda su diplomacia y psicología para evitar la tragedia. El suicida, de edad parecida a la de su rescatador y semblante desencajado por la tristeza, balbuceaba palabras desordenadas, lloraba fuera de sí, encaramado al borde del precipicio. Desde su construcción, el Miguelete había sido un lugar escogido por personas atormentadas para quitarse la vida. Conocidos fueron los suicidios del soldado Manuel Sarcos, o el más reciente, de Isabel Bartina, hija de un conocido comerciante valenciano.

Juan le contó a aquel hombre que ningún problema merecía perder la vida, porque todo cambia. Le habló del paso del tiempo, de la madurez y los bellos recuerdos, a lo que aquel desesperado contestó no hallar ningún sentido, pues su vida, sin su amada, se encontraba vacía. Juan se presentó formalmente como Juan Lubat, conocido por sus vecinos por ser el propietario de la famosa óptica del barrio, ubicada en la calle Zaragoza, al lado de la Casa Colomina. Le contó el motivo de haber ascendido hasta allí, le dijo que unos maravillosos y nuevos anteojos de cristal de roca, traído de Brasil, aguardaban en su bolsillo. Le invitó a calmarse, a volver a la terraza y tomar un café en algún local cercano. Pero toda tentativa era rechazada por parte de aquel desgraciado advenedizo.

Sobre las ventanas ojivales, coronadas por gabletes y florones, aquel hombre confesó haber subido hasta allí para arrojar un objeto de olor y talla masculinos que encontró en el bolso de su mujer: una pipa. Confesó que seguramente le engañaba con otro hombre, puesto que se ausentaba del trabajo sin motivo y nadie sabía de ella durante varias horas de las últimas semanas. Juan quedó petrificado. El hombre añadió que la amaba con todas sus fuerzas y quería aprender a amarla más. A su pregunta por el nombre de su esposa, escuchó: «Susana»; y una violenta sacudida le estremeció por completo. Se prometió ayudar a aquel hombre como fuera.

Tras unos minutos de angustiosa conversación, nuevos visitantes llegaron a la terraza de las campanas y pudieron ayudar a  Juan a reducirlo. Ya más calmado, accedió a tomar el café de la propuesta. Descendieron los doscientos siete escalones, completamente conmocionados, pero en el fondo, alegres. Lo sucedido había sido, sin duda, una enseñanza. Reunidos en la calle Micalet, Juan aconsejó a aquel hombre que manifestase urgentemente todo su amor a su mujer, que lo hiciese cuanto antes y, por supuesto, lo refrendase con hechos. Le pidió la maldita pipa y le prometió que se desharía de ella. Le dijo que fuese al café El Siglo, no muy lejos de allí, y le esperase, que enseguida se reuniría con él.

Aquel hombre marchó, pero Juan decidió irse para siempre. Introdujo su mano en el bolsillo, palpó sus anteojos —no había conseguido probarlos—, pero extrajo el pequeño cuaderno de ideas. Instintivamente, buscó en él la página del poema incompleto y antes de marcharse de allí lo remató escribiendo su último verso:

Su blanca oscuridad me dijo: —acoge
este temblor de labio acantilado.
Y quise modelarla, pero no encontré arcilla.
Cuando fui a tocarla…
se descompuso en pájaros.

 

SOBRE EL AUTOR: JOSE ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR (VALENCIA, 1977). Es crítico literario, poeta, ensayista, narrador y divulgador científico. Ha colaborado en diversos medios como Revista de Letras (La Vanguardia),  Contrapunto (Universidad de Alcalá de Henares, Madrid) o El Coloquio de los Perros, Periódico de Poesía (UNAM, México). Ha escrito siete poemarios: Luces de antimonio (Ateneo Blasco Ibáñez, 2011), El testamento de la rosa (Ediciones Cardeñoso, 2014), La soledad encendida (Ultramarina, 2015), La flor de la vida (Lastura Ediciones, 2016), Maldito y bienamado bibelot (Baile del Sol, 2017), Nubes rojizas (Unaria Ediciones, 2019) y Actos sucesivos (Olé Libros, 2020). También ha publicado el libro de ensayo Polifonía de lo inmanente (2017) y este año publicará el libro de aforismos El monstruo en el camerino (Ediciones Trea, 2020).  Es Miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional, Codirector de la revista literaria Crátera y coeditor del sello Crátera Editores. Ha ganado, entre otros, los Premios Nacionales “Isabel Agüera” y “Ateneo Mercantil” de Valencia. Su blog Acrópolis de la palabra es leído en más de 95 países: https://acropolisdelapalabra.wordpress.com/

 

NUEVAS Bases para participar en Palabra de Argonauta (convocatoria permanente):

1) Se aceptarán textos narrativos (relatos, cuentos, microrrelatos, etc.) en español de hasta cuatro páginas máximo, sean inéditos o no, de cualquier temática. No hay límite de edad para participar.

2) El formato de los archivos será DOC o DOCX. En el mismo archivo, deberá incluirse una pequeña bibliografía (de 5-6 líneas máximo).

3) El nombre del archivo que tendréis que remitir de manera adjunta será TEXTOS Y BIO DE (vuestro nombre y apellidos a continuación). Ejemplo: TEXTOS Y BIO DE PATRICIA BRAVA.doc.

4) Se remitirán al correo de la revista, a la atención de su directora, Esther Lapeña: odiseacultural@yahoo.com, con el asunto: «SECCIÓN NARRATIVA ODISEA CULTURAL». 

5) No se aceptarán borradores, textos desordenados o con faltas de ortografía. No se considerarán textos pegados al cuerpo del mensaje. Las propuestas que no cumplan con estas bases serán automáticamente descartadas.

 

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