«Scort», un relato del Nobel de Literatura 2021 Abdulrazak Gurnah, traducido por Arturo Hernádez González

Abdulrazak Gurnah Foto: REUTERS/Henry Nicholls
Desde Odisea Cultural, queremos celebrar el Premio Nobel de Literatura 2021 concedido al tanzano Abdulrazak Gurnah, profesor y novelista de amplia y profunda trayectoria, cuya obra se caracteriza por tratar temas relacionados con la guerra, los refugiados y el racismo.  Nacido en 1948 en Zanzíbar, reside en Reino Unido desde la década de los 60 y se convierte así en el quinto africano en obtener el Premio Nobel de la Literatura. A continuación, os presentamos la versión en castellano del relato  «Scort», traducido magistralmente por Arturo Hernández González.
Esperamos que el relato sea de gran interés para nuestros lectores, dado el escaso número de obras traducidas del autor a nuestro idioma. Sin más, esperamos que disfrutéis de la lectura.

 

SCORT

Por Abdulrazak Gurnah
Traducción: Arturo Hernández González

Pienso que me vio acercándome, pero por alguna razón no hizo ninguna señal. Me detuve junto a la puerta trasera del auto esperando que alzara la vista. Dobló su periodico y se deslizó a través de la puerta abierta, observándome con un intenso asco durante un segundo. Me quedé quieto, mientras mi cuerpo se quedaba sin estremecimientos de sorpresa. Quizá no era asco, sino una mera irritación por lo inevitable, frustración debido al inexorable tedio de la existencia, desafección. Pero parecía asco. Inclinó su barbilla ligeramente hacía adelante invitándome a señalar el rumbo. Cuando le dije el nombre del hotel asintió con la cabeza como si esa fuera una imposición menor, como si hubiera estado esperando que yo nombrara un destino imposible. Me senté junto a él, al frente, desafiando a la bestia, pero cediendo también a las furiosas posibilidades que mi apariencia parecía sugerirle; me senté a su lado para que pudiese ver que yo no merecía el asco que él había sentido. No sabía cómo evitar su ira.

El asiento del auto era grumoso y duro (y verde); la tapicería de vinilo se había agrietado por el tiempo. Sus bordes afilados, retorcidos como cuero crudo, se clavaban en mí a través de la camisa mientras el auto se alejaba de la parada de taxis. En el tablero había espacios vacíos y cables retorcidos donde el encendedor o la radio o la guantera habrían debido estar. Aunque no estaban vacíos del todo, pues trozos de papel enrollado estaban embutidos en sus esquinas y también un trapo, ennegrecido por el uso, colgaba de uno de los agujeros.

Al tiempo que aminoraba la marcha, debido al tráfico de la hora del almuerzo, hojeaba el maletín que tenía sobre mi regazo. Luego alzaba los ojos para verme la cara mientras yo pretendía no darme cuenta. “¿De dónde viene?”, preguntó, modulando la voz para hacer menos abrupta la pregunta, pero sin dejar de sonar como si gruñera con resentimiento. Y sin embargo, había hecho la pregunta como si esperara que yo difiriese su derecho a hacerla. “Unatoka Wapi?” . Volvimos a ponernos en marcha. Se reclinó hacia atrás y apoyó su codo ladeado contra la ventana del auto. Estaba reclinado y tenso, con el rostro desolado por un desprecio expectante. O eso pensé mientras me volvía hacia él para prestarle atención a su pregunta. Algo siniestro y atormentado en su rostro inestable me hizo pensar en él como en alguien que ha vivido una vida peligrosa, lo que lo hace verse capaz de deliberar con crueldad para aminorar su propio dolor. Sentí miedo y disgusto por mi propia curiosidad y deseé que el viaje terminara lo antes posible. Debería haberme bajado del auto desde un comienzo, después de la primera mirada amarga. Él observó de nuevo el maletín y la sombra de una sonrisa le atravesó la cara, burlándose de lo que, él debía pensar, era yo dándome importancia. Se trataba tan solo de una baratija plástica con asas afiladas y una cremallera ridícula, de la cual yo no había esperado que durase más de unos cuantos meses y que no merecía ese cáustico escrutinio.

“¿De dónde?”, preguntó pero señalando esta vez con la cabeza hacia el maletín para incluirlo en el asunto.

“Uingereza”, contesté, “Inglaterra”. Hablé suave, distraídamente, para hacerle notar el poco interés que tenía en la conversación.

Se rio entre dientes suavemente: “¿Estudiante?”

Él se refería a si era yo uno de esos que se había ido para hacer del mundo un lugar mejor y había vuelto tan solo con anécdotas y un maletín barato. ¿Era yo uno de esos fracasados que había trabajado en algo vergonzosamente indigno, mientras enviaba a casa cartas llenas de patrañas sobre estudios interminables y compromisos inteligentes que me proporcionarían una pequeña fortuna en el momento apropiado? Su rostro se mantuvo maliciosamente alegre mientras esperaba ver cómo me las arreglaba para contestar. Cuando siguió hablando, imaginé que me diría que él se había quedado para cuidar de un familiar enfermo, mientras todos los demás huían, aún a pesar de las expectativas que sus profesores y mentores habían tenido de él en la juventud. Le respondí que yo era profesor y se rio entre dientes de nuevo, ambiguamente esta vez, “¿Y eso es todo?”.

Las multitudes del mediodía estaban en medio de su prisa eterna, derramándose a través de las calles ante la más leve vacilación de los conductores. El taxista sintió la afrenta de estas liberalidades y se reclinó sobre la bocina cada vez que uno de los autos de adelante le permitía a los peatones aprovecharse de los demás conductores. Un grupo de chicos indios de escuela, adolescentes apenas, que se paseaban en medio de los autos y hablaban animadamente, le hizo insistir en un largo bocinazo, que acompañó de malas palabras. “Sucios come mierda. ¿A qué están jugando?”. El tráfico era peor cerca de la oficina de correos. Ríos de personas caminaban por las aceras. Algunos hombres en camisa y corbata se apresuraban, ocupados-ocupados-ocupados, mientras que otros, más pausados, se detenían aquí y allá para admirar las mercancías de mala calidad de los comerciantes callejeros.

“Uingereza”, cantó la palabra mientras giraba a la izquierda hacia los muelles donde estaba mi hotel. “Inglaterra”, repitió, “una tierra de lujo”.

“¿Ha estado allá?”, pregunté, y pude oír el tono de extrañado descreimiento en mi voz. ¿Usted? Después de haber luchado tanto para abrirme paso, a pesar de esa descarada y narcisista cultura, hallaba ahora una referencia tan casual a ese miserable lugar: una tierra de lujo.
El taxista se apoyó salvajemente contra la bocina para sacar de su camino una carreta cargada con agua. Por un minuto aproximadamente, pareció perdido en la amarga afrenta que era para él la existencia del vendedor de agua; gritando y agitando su mano fuera de la ventana, como si en cualquier segundo pudiera salir del auto y volcar la carreta, completamente llena de envases. Los trabajadores del muelle, que estaban comprando sus almuerzos en los quioscos a la vera del camino, y que eran además clientes del vendedor de agua, se pusieron a agitar sus manos alegremente hacia taxista. Este maniobró con el auto adelantando la carreta y profiriendo un largo estallido con la bocina.
“¿Tiene familiares en Inglaterra?”, le pregunté. No podía imaginar que alguien que trabajaba para vivir, con ese humor enfermizo, conduciendo el taxi dilapidado en el que viajábamos, pudiera conseguir el dinero suficiente para costearse una sola noche en una apestosa cama y el desayuno subsiguiente en la tierra del lujo.

“Solía vivir allí”, declaró. Luego giró el rostro para verme y sonrió. Ya habíamos salido de la carretera principal y dejábamos atrás los muelles; pasamos las bodegas y el patio de locomotoras, en el último trecho antes de llegar al hotel.

Tuvo que concentrarse en el accidentado camino, en los grandes baches con forma de garganta y en los terraplenes empinados para las vías férreas. Comenzó a hablar pero los peligros de la carretera se sucedían demasiado pronto, uno tras otro, así que sacudió su cabeza como dando a entender que no quería echar a perder su historia. Parecía producto de la locura haber puesto el hotel en el lugar en el que estaba, al otro lado de patios llenos de maquinaria herrumbrosa y basura de trabajadores ferroviarios, pero el hotel había estado allí antes de que los muelles y las vías se convirtieran en un caos disperso, y antes aún de que hubiese muerto la carretera.

“Salí con una malaya , una de esas putas europeas. Me llevó allí y a Francia, e incluso a Australia. Fuimos a todas partes. Ella pagaba por todo. Uno escucha ese tipo de historias y cree que la gente está mintiendo, soñando acerca de putas europeas con dinero pero sin nada de cerebro. Yo lo creía así, hasta que encontré a mi malaya”. Para ese momento ya se había detenido frente al hotel. El auto se sacudía ociosamente en neutro. “Slim, ella solía llamarme Slim”, dijo mientras confirmaba la tarifa y su rostro se llenaba de sonrisas evocadoras. “El nombre es Salim. Siempre estoy en la parada de taxis cerca de la oficina de correos. Pase por ahí cuando guste”.

Yo había encontrado el hotel por casualidad. El Oficial de Inmigración me había explicado que no podía darme el permiso de entrada a menos que escribiera una dirección dentro del país en mi formulario. Lo dijo disculpándose, porque después de haber leído mi lugar de nacimiento en el pasaporte había hablado con entusiasmo acerca de Zanzíbar, donde también él tenía parientes. Me mostró una lista de hoteles. “Puede ser cualquiera”, dijo, “No tiene que quedarse ahí. Es solo para el formulario”. Así que escogí uno y cuando logré encontrar un taxi fuera del aeropuerto, era el único nombre que podía recordar. Su inaccesibilidad, y el intimidante silencio del patio de locomotoras y de las bodegas después de las horas de trabajo, me convenía porque significaba que nadie vendría a visitarme, como bien podrían haberlo hecho si por el contrario me hubiese hospedado en uno de esos palacetes brillantes al otro lado de la ciudad, con sus casinos y sus acomodaciones junto a la piscina.

Fue por esto que me sorprendió mucho que el recepcionista llamara a la tarde siguiente anunciando una visita. Era Salim, claro. No se me había ocurrido que pudiera venir, pero ahí estaba, como si nos conociéramos lo suficiente como para llegar de imprevisto. Estaba vestido con una camisa de mangas cortas de seda verde, adornada con un patrón de flores blancas y azules canoas sin amarre, de la que, fuera del bolsillo del pecho, asomaba el mango de sus gafas de sol. Sus jeans de pana estaban sueltos alrededor de la cintura y se doblaban en pliegues debido al ancho cinturón que llevaba abrochado. Insistió en invitarme un trago y pagó también uno para el barman. El bar estaba prácticamente vacío; una pareja belga que era dueña del hotel y una amiga suya a la que entretenían, era toda la gente que había allí. “Ces gens sont impossibles”, vociferó la invitada con exasperación, alzando su voz sin ningún decoro. “Esta gente es imposible”. Era una mujer delgada, bien arreglada, entrada ya en la cuarentena, pero vanidosamente pulcra. Salim observó a los tres europeos durante un momento, como si hubiera entendido lo que habían dicho, pero ellos parecieron no darse cuenta.

“Ella me compró esto, mi malaya”, dijo Salim, señalando con delicadeza la camisa resplandeciente y luego pellizcando ampliamente los jeans de pana azul. Sonreía, sin burlas esta vez, y no dudó en incluir al barman en su conversación. “¿Te gustaría saber cómo me encontró?”. Esperó hasta que el barman y yo asintiéramos con la cabeza. “Ok, les contaré. Era una pasajera que se encontraba esperando afuera del Hotel Tumbili, en la costa del norte. ¿Lo conocen? La vi esperando bajo un árbol cerca de la entrada, como si estuviera esperando a alguien. Por lo regular los clientes no salen hasta que uno de los trabajadores del hotel va a buscarnos para hacer el servicio. ¿Han visto lo que les hacen vestir a esos babuinos? Los traen de las montañas y los visten con sacos amarillos y corbatines negros, y además les hacen pagar por los uniformes. Lo sé bien”. El barman estaba vestido con una camisa blanca, un corbatín negro y tenía un delantal amarillo atado a la cintura; probablemente también había tenido que pagar por el conjunto, pero hizo lo que pudo para no lucir incómodo.

“De cualquier manera”, continuó Salim, “imaginé que esperaba que alguien viniera a recogerla, pero decidí que valía la pena intentarlo de todas formas. No era tan joven pero tampoco muy vieja. Me escuchó por un momento, ya saben, mientras yo repetía el parloteo habitual acerca del tour cuya tarifa había fijado el gobierno y luego se subió al auto. La llevé de paseo todo el día y llegamos hasta Malindi, Wiatamu y Takaungu. Le conté todo acerca de esos lugares, inventando historias cuando se me ocurrían o cuando me preguntaba cosas difíciles. En la tarde, cuando la llevaba de vuelta a su hotel, me hizo detenerme en la plaza y lo hicimos ahí. Sobre la arena, al aire libre, como una pareja de perros. Todos los días era igual. La recogía por la mañana, la conducía a varios lugares, le contaba historias y la llevaba a la playa cuando ya había oscurecido. Después de unos días así, me invitó a ir a Ulaya con ella. Lo había preparado todo: el tiquete, el pasaporte. Ella pagó por todo”.

“Debiste haber sido muy bueno en esa playa”, dije sin querer, solo por decir algo, y porque no podía creer que cualquier mujer a la que Salim se aproximara tan casualmente no viera el peligro y de todas maneras, no quería escuchar otra anécdota sobre la frenética lujuria europea por parte del Don Juan africano. El barman se rio sin hacer ruido, y Salim nos observó uno a uno, mostrándose un poco humillado.

“Llámame Slim”, dijo. Después vació su copa y la empujó suavemente hacia mí. “No es mucho dinero si lo estás pagando con moneda extranjera. Tú lo sabes. Y sin embargo, ella tenía mucho”.

Pagué su trago y me quedé escuchando un poco más de la historia de su malaya. Su matrimonio había terminado, se había quedado con su parte del dinero y había decidido viajar. Llevó a Salim a Liverpool, donde ella había nacido y a donde sus padres habían emigrado desde Australia cuando ella era un bebé. ¿Había sido difícil para él? ¿Con ella? Él se encogía de hombros. Ella se había hecho cargo de todo, le había mostrado cosas y la perra quería tener sexo todos los días, a veces dos o tres veces al día. No había sido difícil. Se quedaron allí por varias semanas. Se hicieron amigos de una pareja que vivía cerca, ambos musulmanes, provenientes de Somalia y Mauritania, que le enseñaron a conseguir subsidios. Después de eso, él y su malaya vivieron una vida de lujo. El gobierno inglés es muy estúpido. Liverpool está llena de negros; duros bastardos que hacen lo que les da la gana, y el gobierno tan solo les da dinero. Las mujeres inglesas siempre estaban tocándolo, jugando con su cabello, rozándose contra él e invitándole bebidas. Después de unos minutos de esto me despedí y me marché. “Tengo algunas cartas que escribir”, pretexté.

Él volvió al día siguiente, con otra camisa florida. Le había pedido al recepcionista que dijera que no me encontraba, pero quizá, él estaba comprometido a otras fidelidades que yo no entendía. Pensé en decirle algo por sobre el hombro mientras pasaba frente a la recepción, pero me di cuenta de que había otro joven en turno. “Compré esto en Australia”, dijo Salim, señalando su camisa. “Estuvimos allí después de unos cuantos días en Francia. Betty. Betty era su nombre. Bethany, algún tipo de nombre religioso, pero se hacía llamar Betty. ¿Quieres ir a un club mañana en la noche? Todavía te queda otra noche aquí, ¿no es cierto? Hay un hermoso lugar atravesando el Majengo. Nada de esta basura para turistas. Iremos mañana. Las mujeres australianas quieren ir allí todo el tiempo pero sus hombres no tienen nyege . Así que sus mujeres siempre están encendidas. Ardiendo en calor. A mi malaya no le importaba si yo estaba con ellas”. Y había mucho más de este parloteo, incluidos algunos detalles de los arreglos que hacían las mujeres para verse con él y de su abandono desvergonzado poco después.

“¿Qué te trae de nuevo por aquí?”, pregunté al final, intentando ponerle un fin a sus historias.

“Deberías dejar de jugar alguna vez”, respondió con desdén, “y volver con tu gente. En cualquier otro lugar, terminas siempre por ser un payaso”.

Ese me pareció un buen momento para despedirme, pero Salim era muy hábil para evitar que me marchara. Me sujetó de la muñeca y la sostuvo mientras ordenaba otra ronda de bebidas a mi cuenta. El barman nos sirvió, me hizo firmar el recibo y se retiró, manteniendo los ojos cuidadosamente lejos de la mano de Salim que permanecía en mi muñeca. Éramos las únicas personas en el bar. Una vez que las bebidas estuvieron frente a nosotros, me liberó con una sonrisa, dejando un círculo frío en mi carne, donde me había apretado. Me levanté para irme y pude verlo considerando decir algo al respecto pero cambió de opinión. “¿Y tu bebida? No te preocupes, yo me la tomaré. Nos vemos mañana, entonces”, dijo. “¿No te has olvidado del club, o sí?”.

Todo el día estuve pensando qué hacer cuando él llegara. Había destinado el día para redactar las notas sobre las visitas y las entrevistas que había acumulado durante la semana anterior, y era lo peor que podía hacer mientras más se aproximaba la visita de Salim. No había virtud ni dolor en la redacción de mis notas, nada que me distrajera o emocionara, sino la cansada atención que le prestaba a eventos cuyo impacto ya había acaecido. Para el fin de la tarde, me había persuadido de que era tonto de mi parte ser tan quisquilloso. Había investigado todo lo posible acerca de un poeta poco conocido llamado Pandu Kasim, que había vivido allí durante el cambio de siglo, con la esperanza de escribir algo sobre él y ciertamente una noche en el club al otro lado del Majengo no tenía nada que ver. Pero no podía hacer ningún daño e incluso podría ayudar. Mis pesquisas no habían revelado nada interesante sobre Pandu Kasim y tal vez una noche en el club, auspiciada por Salim, sí lo haría. Nunca habría escogido ver tales lugares. Me habría contentado con decir que conocía bien la ciudad sin tener relación con su grasoso bajo fondo, pero qué daño podía hacer, además de hacerme sentir un poco asqueado. No buscaba hacer parte del grupo de amigos de Salim, que de seguro serían igual de espeluznantes, pero tenía menos de dos días más antes de regresar a Inglaterra. No podía hacerme una idea de cuánto daño podía recaer sobre mí en ese tiempo. Las notas tendrían que esperar. Quizá tendría que soportar otra tediosa noche escuchando sus anécdotas de triunfos sexuales sobre mujeres ridículamente crédulas, ¿pero no era eso mejor que escapar de Salim y volverme objeto de su malicia y de su ira?

Así que para cuando llegó Salim, yo lo estaba esperando. Incluso estaba comenzando a pensar que no aparecería, como castigo por mi escepticismo respecto a sus anécdotas. Estaba sentado melancólicamente en su auto cuando bajé, pero cambió de humor después de balbucear un saludo. Esa calurosa bienvenida me hizo temblar como un mal presagio. ¿Por qué no le había dicho simplemente que se marchara? Miré hacia el futuro, dándome cuenta de que no sabía a dónde íbamos, a pesar de que tenía una buena idea de dónde estábamos. Pero mi atención debió dispersarse porque noté repentinamente que Salim había salido de la carretera y ahora conducía por un sendero accidentado y sin iluminación. Los arbustos se cerraban sobre nosotros. Los rayos horizontales dibujados por las luces del auto hacían más opresiva la sensación, como si nos encontrásemos bajo tierra. Hasta entonces había sido una tarde agradable y fresca, pero en ese túnel el aire era húmedo y hedía a tierra mojada. Salim se volvió para verme y lo vi sonriendo. “Ya no falta mucho”, dijo y comenzó a tararear. Un perro aulló en medio de la noche y un instante después los oscuros arbustos se agitaron por los sonidos de nuestro avance. En seguida, Salim forzó el auto por sobre un pequeño montículo de tierra y entramos en un claro rodeado por gigantescos y oscuros árboles. Había otro auto parqueado afuera de una de las casas. Debía haber otras tres o cuatro casas, pero era imposible decirlo con certeza debido a la luz. Nos detuvimos junto al otro auto y salimos.

El club había resultado ser la habitación del frente de una casa construida con barro y madera, iluminada por la enfermiza luz de una lámpara de queroseno. Había otros dos hombres ahí que se levantaron para saludarnos como si nos hubiesen estado esperando. “Este es nuestro invitado de Uingereza”, dijo Salim sonriendo.

Uno de ellos se veía de la misma edad que Salim y tenía una apariencia desgastada similar. El otro era más joven y más grande, y cuando me observó, pude ver una sonrisa involuntariamente falsa atravesando su boca. Su nombre era Majid. No logré escuchar primero el nombre del mayor (que resultó ser Buda). Incluso antes de que nos hubiésemos sentado alrededor de una vieja mesa rústica, Majid estaba gritando por cerveza. De uno de los cuartos traseros salió una mujer de imprecisa mediana edad, que usaba un ajustado y desgastado vestido, manchado oscuramente en las axilas. Tenía la cabeza cubierta con un pañuelo del mismo material y amarrada a la cintura llevaba una desteñida kanga . Después de unos instantes de bromas frenéticas y un poco de hilaridad forzada, volvió a entrar para preparar la comida que mis alegres compañeros le habían pedido.

Había botellas de cerveza vacías sobre la mesa, que habrían de quedarse ahí como trofeos de las hazañas de los bebedores. Majid y el otro hombre tenían, cada uno, una botella medio llena, de la que bebían de a pocos, levantándolas con arrogancia y llevándolas a sus labios cuando la cerveza comenzaba a espumar. Eran botellas grandes. No había vasos a la vista. Cuando Salim dijo que debíamos ir al club, imaginé algo diferente a una casa oscura en medio del bosque, donde los hombres se reunían para beber en secreto.

“Pronto traerán más”, dijo Buda reconfortante. Su expresión era una suma entre un temperamento apenas suprimido y una triste malicia enfurruñada, que también había observado en Salim. Tal vez fuera la bebida. Tenías que tomarte en serio, incluso obsesivamente, el hecho de ser un bebedor en una ciudad musulmana como ésta, donde la discreción era imposible y quedar al descubierto, inevitable. Quizá la culpa de la transgresión generaba un colérico autodesprecio o la necesidad de consumir un veneno destructivo, disponible en una cultura del escarnio como esa y que producía tal aspecto de dolor. O tal vez era un resentimiento indiferente lo que conducía a hombres como ellos a beber sin que les importara nada. ¿Cómo podía saberlo?

“Puedo ver que ustedes no se molestaron en ir a la oración del maghrib hoy”, dijo Salim con ácido sentido del humor, señalando con la cabeza las botellas vacías sobre la mesa. Ambos hombres rieron por su sarcasmo. Salim sonrió reacio, frunciendo el arrugado ceño brevemente. Lucía como si se estuviera quemando.

Buda era bajo y macizo, gordo incluso, pero su cuerpo se veía fuerte y compacto, como si su gordura no tuviera nada que ver con la complacencia sino con algo más calculado que el mero placer. Me miró amenazante antes de hablar, bromeando, jugando a ser un monstruo. “Cuéntanos las buenas nuevas de Uingereza. ¿Es cierto que tienen allí trenes que viajan bajo el agua?”.

“Escucha a este salvaje”, exclamó Salim, “¿Nunca has oído hablar del subterráneo?”.

“Vas a hacer que este inglés piense que todos nosotros somos tan ignorantes como tú”, dijo Majid, sin rastros de broma en la voz.

Una joven vestida con desgarrados y manchados harapos salió del cuarto interior cargando dos botellas de cerveza. Sus ojos estaban intensamente vacíos, mirando a través de lo que se les interpusiera, solo con un poco de concentración.

Colocó una de las botellas de cerveza frente a mí. Cuando se agachó pude ver a través de un agujero en su ropa, bajo la axila, su cuerpo joven y perfecto. Puso la otra botella frente a Salim, que le apretó las nalgas y la hizo retorcerse.

“Aziza, nuestro amigo de Ulaya te quiere a ti”, dijo Majid abruptamente, riendo con dos fuertes ladridos.

Ella me miró con un vago interés. Luego se quedó quieta, como esperando a ver qué sucedería después.

“Ve con ella”, dijo Salim, sonriendo hacia mí como un cadáver. La vi retorcerse de nuevo.

Observé a la muchacha, su pequeño rostro redondo, su delgado y joven cuerpo, y no pude encontrar en ella resistencia alguna. Sacudí la cabeza y sus ojos escaparon. Majid volvió a reír y se puso en pie. La chica se volvió en dirección a los cuartos interiores. Con las manos retorcía los harapos mientras Majid se pavoneaba a sus espaldas sobre los talones. Buda sonrió con amabilidad y comenzó a hacerme preguntas acerca de Inglaterra. Salim contestó la mayoría, acudiendo a mí y solo para confirmar una o dos palabras. Creo haber escuchado, en algún punto, una voz afilada que hizo que la llama de la lámpara de queroseno parpadeara. Majid estuvo allí por lo que pareció un largo tiempo y cuando salió lucía radiante, su rostro estaba reluciente, liso y saludable.

“Un trabajo sediento”, dijo, buscando lo que quedaba todavía en la botella. Lo bebió de un trago y soltó el envase con una sonrisa victoriosa. “Pienso que es el turno del inglés”.
Llamaron a Aziza y ella salió poco después, con los ojos tan vacíos como antes, con la comisura de los labios arqueada hacia abajo. Pedí cervezas para ellos y le dije a Salim que quería irme en cuanto acabase su bebida. Y qué pasará con la comida que ordenamos, preguntó Buda. Tengo trabajo que hacer, contesté. Buda se levantó y siguió suavemente a la muchacha después de que ésta trajo las cervezas.

“¿Qué trabajo?” preguntó Majid, sin sonreír. “¿Te gustan las mujeres? Pues ve y haz tu trabajo ahí atrás. ¿O es que no te gustan las mujeres? Ella no quiere tener nada que ver con él”, añadió, apuntando a Salim con la barbilla. “¿Qué fue lo que le hiciste?”.

Salim dio un largo sorbo a su botella. “Tenemos que asistir a una boda”, dijo cuando terminó de beber. “Así podremos dejarlos terminar con sus asquerosos juegos”.

“¿Qué fue lo que le hiciste, pervertido?”, preguntó Majid, sonriendo para su propio regocijo.

Llegamos a la boda justo a tiempo para ver el cortejo de familiares y amigos escoltando al novio hasta la puerta de la casa de la novia. Dos percusionistas, delgados hombres jóvenes idénticos, tocaban con tensos e impacientes rostros y sus ojos giraban hacia atrás en medio de todo ese ruido. Arcos de frondosas palmas decoraban la casa y una guirnalda de luces coloridas atravesaba la pared del frente. Del interior de la casa salían voces de mujeres que cantaban y que se transformaron de repente en un jubiloso estallido de clamores, al tiempo que el novio alcanzaba la puerta. La multitud lo rodeó, gritándole comentarios obscenos, solo para estallar después en un gran escándalo cuando le permitieron entrar. Las miradas de los jóvenes deambulaban por los alrededores, buscando la comida que sabían que pronto habría de llegar. Salim resopló burlándose. “Ella es familiar de mi esposa”, dijo.

No había pensado que tuviera una esposa. “¿Estabas casado antes de marcharte con Bethany?”, le pregunté mientras me llevaba de vuelta al hotel. Era un hermoso nombre y había estado esperando para usarlo.

“Sí”, contestó. Pasábamos a través de la carretera mal iluminada que conducía al patio de las locomotoras, pero incluso a pesar de la luz podía ver el despecho y la furia en su rostro. “Estuve casado con ella hace mucho tiempo”.

“¿Regresaste aquí por ella?”, le pregunté.

Sonrió entre dientes. Después de un momento, mientras el auto rugía sobre la carretera destrozada, comenzó a hablar. “Ella me prendió algo al final. Esa malaya. Y cuando estaba con ella, salía sangre. Fui a ver a un doctor al que ella me envió. Él declaró que no era nada, pero ella me dijo que no podía quedarme. No sé lo que sea, pero cada vez que estoy con una mujer, sale sangre”.

Avanzamos en silencio hasta que el auto se detuvo junto al hotel. “¿Has ido a ver a algún doctor desde que volviste aquí?”.

“¿Qué doctor? Aquí no hay doctores”, respondió, mirando al frente. Luego se volvió hacia mí con una sonrisa amable y tímida. “Llévame contigo mañana. Veré a un doctor allá. Llévame. Haré lo que tú quieras”. Se inclinó hacia mí, al tiempo que su sonrisa se ofrecía suplicante, desde su rostro asquerosamente nervioso.

Volvió por mí al día siguiente aun cuando le había dicho que llegaría por mis propios medios al aeropuerto. Hablaba con la malicia y la arrogancia que le eran habituales, burlándose de todo lo que se cruzaba en su camino. A pesar de que insistí en que podía dejarme y marcharse, aparcó el auto y caminó conmigo llevando en su mano un periódico enrollado. “¿Cuánto cuesta un maletín como ese? Tráeme uno la próxima vez. O envíamelo y me aseguraré de que te llegue el dinero. No es que vayas a necesitar mi dinero en la tierra del lujo. Pronto dejarás de jugar y volverás a casa, sin embargo”, dijo. “Porque todos tenemos que hacerlo, de otra manera solo nos volveríamos un mal chiste en el extranjero”.

Le di la mano y le di todo el dinero local que tenía. Observó mi gordo manojo de notas con sorpresa. “Espero que te mejores”, le dije.

“¿De qué estás hablando?”, me preguntó, sonriendo. Guardó el dinero en su bolsillo. “La próxima vez deberías quedarte”, dijo mientras se alejaba, despidiéndose con la mano sin mirar atrás.

 

Traducción de Arturo Hernández González para la revista chilena CINOSARGO (www.cinosargo.cl/2021/10/escort-por-abdulrazak-gurnah-traduccion.html) y la revista española Odisea Cultural

 

Arturo Hernández González. Poeta, docente, traductor y escritor colombiano. Su obra poética ha sido ampliamente difundida y publicada en reconocidos medios hispanoamericanos. Su trabajo literario ha sido incorporado en múltiples antologías, mereciendo reconocimientos y premios en Colombia, México y España. Es autor de los libros Olor a Muerte publicado por la Red Distrital de Bibliotecas Públicas (BibloRed, 2011; 2012) y Breviario de lo Incierto (2017). Dirige la Revista internacional de cultura y artes Noche Laberinto.

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