PALABRA DE ARGONAUTA – Alicia Esther Rodríguez González y María Sonia Barría

Después de un pequeño retraso por causas externas, regresamos a nuestra sección de narrativa contemporánea, Palabra de Argonauta. Para compensar la espera, hemos seleccionado un relato de Alicia Esther Rodríguez González y otro de la escritora María Sonia Barría. Al final de esta entrada, se exponen las bases para participar en esta sección de Odisea Cultural. Volvemos con más relatos pronto. Sin más, queridos lectores, esperamos que disfrutéis de la lectura.

AL OTRO LADO

El mar tenía un color azul índigo intenso. Las olas rompían con violencia en las amuras del barco y dejaban grandes estelas de plata que se agitaban a su alrededor.

Andrés, mareado, caminaba a trompicones por la cubierta del transatlántico hasta que, en un intento desesperado, se aferró con fuerza a la barandilla. No pudo contener las náuseas y vomitó. Tenía la piel húmeda y sudorosa. Se incorporó con dificultad, cogió un pañuelo que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón y se limpió la cara. Entonces, se dirigió al interior del barco y se desplomó encima de un sillón de la sala de fumadores. Durmió varias horas hasta que la algarabía de los pasajeros lo despertó. Salió nuevamente a la cubierta y caminó hacia la proa. A lo lejos, vislumbró la silueta de la isla, inconfundible. Sintió una gran emoción y su corazón palpitó con furia. Tenía la imagen de El Teide grabada en su mente, a pesar de que  hacía cuarenta años que había partido de Tenerife de una manera involuntaria. Se quedó ensimismado contemplando el pico del volcán que se alzaba inmenso y majestuoso sobre un manto de nubes blancas que lo elevaban hacia el cielo. El barco se acercaba irremediablemente a tierra.

Habían transcurrido cuatro décadas desde su desaparición y su único anhelo al otro lado del océano era regresar a su tierra. Lo habían dado por muerto y lo agradecía, pero sentía una culpa inmensa por no haber podido liberar a sus hermanos. Qué habrá sido de ellos, pensaba. Súbitamente, notó la enorme presión en la cabeza, como si llamaradas inmensas le quemaran el interior del cerebro. Esa sensación se repetía desde aquel viernes infausto en el que habían intentado asesinarlo en el patio de la prisión, un lugar repugnante en el que dormían hacinados entre las deformes ratas hambrientas. Desde entonces, escondía un pincho afilado de hierro en el interior del jergón y, en las interminables noches de abatimiento, adormitaba con una mano asida al aguijón.

El barco se aproximó al puerto y la punzada que lo martirizaba se iba atenuando poco a poco. Sin darse cuenta se encontró asustado y confuso cruzando la pasarela que lo conduciría a la isla. Los vientos alisios acariciaron su rostro en señal de bienvenida, agradeció su ternura y se sintió aliviado. Inmediatamente, percibió el aroma de las castañas asadas que venía del otro lado de la calle. Se acercó al puesto y se quedó absorto observando a un grupo de niños que jugaban y correteaban alrededor de los calderos tiznados por el fuego. Compró un cucurucho de crujientes castañas y deambuló entre el gentío que paseaba por La Alameda. El sabor dulzón lo reconfortó, pero estaba abrumado por la gente, en cada rostro veía la imagen de sus hermanos. Exhausto, con miedo, decidió pasear por la ciudad: extraña, peculiar, diferente… una ciudad nueva para él. Le llamó la atención la cantidad de carteles que iluminaban las tiendas, los bares, los restaurantes…

Se sintió agotado y se encaminó hacia la carretera que conducía al pueblo. Un gran cartel blanco con letras negras lo anunciaba. Esperó con su petate a que algún vehículo se detuviera.

Pasados unos minutos, paró un flamante camión con una resplandeciente cabina roja y una caja pintada de beige, un Ebro B-45, que lo recogió.

─¿A dónde va amigo?  ─gritó el chófer mientras abría manualmente la ventanilla izquierda.

─Señor, voy al pueblo ─respondió Andrés.

─Suba.

El conductor era un tipo amable, un hombre cenceño, de piel morena, con las mejillas hundidas y una llamativa cicatriz que le atravesaba el labio superior. Sus manos eran ágiles y bailaban armoniosas dando vueltas sobre un volante negro e inmenso.

─¡Coja un plátano, hombre!

El chófer le señalaba una manilla que reposaba encima del brillante sillón. Andrés cogió uno, amarillo y con pintitas marrones. Lo saboreó lentamente. El conductor encendió la radio y, en veinte minutos, llegaron a su destino.

─Le invito a un coñac.

Andrés asintió con la cabeza y siguió detrás del hombre hasta que llegaron a una pequeña cantina que estaba situada en la parte trasera de una gasolinera. No había clientes dentro, se acercaron a la barra y pidieron la bebida.

─Me llamo Lolo.

El camionero extendió su mano para saludarlo.

─Mi nombre es Andrés ─afirmó mientras estrechaba su mano.

─¿Vive por aquí?

Lolo preguntaba curioso mientras exhalaba una bocanada de humo que fue a parar directamente a la cara descolorida de Andrés.

─No, señor. Busco a alguien.

─Pregúntele a Luis, el camarero, conoce a todo el pueblo ─añadió Lolo palmeándole el hombro con violentas sacudidas mientras reía.

─¿A quién busca? Si es del pueblo lo conozco. En estos tiempos, vive mucha gente foránea aquí.

El camarero limpiaba un vaso con una servilleta de tela blanca.

─Busco a Manuel Chinea, El Bizco ─susurró tembloroso Andrés.

¿El Bizcó, dice? Mal bicho ese. Falleció hace muchos años, lo encontraron muerto en la playa.

─¿Y para qué busca usted a un muerto? ─interrumpió Lolo.

─Es un familiar lejano ─mintió Andrés.

─Vaya al cementerio viejo, ahí lo encontrará. ¡Qué pena de su hijo! No se le pudo enterrar, se ahogó en el mar hace ya demasiados años, al finalizar la Guerra Civil. Algunos pescadores lo vieron aquella noche, corría en dirección al Espigón de los Desaparecidos.

El camarero llenaba los vasos con el elixir del paraíso.

Andrés se estremeció y sintió la punzada que lo atormentaba clavándose en su cerebro. No dijo nada y se fue.

─¡Eh, Andrés! Mañana voy al sur de la isla, por si no halla lo que busca. Allí encontrará trabajo. Lo puedo llevar ─vociferó Lolo desde la puerta del bar.

─Gracias, señor.

Andrés levantó la mano en señal de despedida y se alejó por un estrecho sendero de piedras que lo llevaría al centro del pueblo.

Las farolas permanecían encendidas. No reconocía el lugar, las casas se habían multiplicado y ahora lucían pintadas con colores llamativos. La mayoría tenían más de una planta. Con una sensación de angustia se acercó a la playa en busca de su hogar, anduvo por el paseo que limitaba con el mar y no la encontró. Finalmente, se convenció de que había desaparecido.

La maresía envolvió el  pueblo. Andrés atravesó la calle y se dirigió al cementerio, saltó el muro de piedras y penetró en él, quería asegurarse de que El Bizco estuviese en el mismo infierno. No le resultó difícil encontrar su tumba. Alumbró con su encendedor y observó una cruz de madera maltrecha que sobresalía de la tierra en una esquina del camposanto. Se acercó,  alguien había escrito con letras negras sobre la madera: Manuel Chinea.

Andrés durmió esa noche en la playa refugiado en el interior de un barquito de pesca. Al día siguiente, esperó a Lolo en la cantina. Juntos recorrieron los muchos kilómetros que los separaban del sur de la isla. El hombre transportaba en su camión materiales de construcción que depositaría en una inmensa nave.

Ya estoy viejo, Andrés. Me cuesta descargar el camión ─balbuceó mientras escupía en la tierra árida y cargaba una caja sobre su hombro dolorido.

Andrés ayudó a Lolo en su faena. Después decidieron acercarse al mar y pasear por los voluminosos médanos. Sus pies descalzos se hundían en la arena y avanzaban con dificultad mientras disfrutaban del paisaje.

─Cuénteme el secreto, Andrés. Estoy dispuesto a oír la verdad.

El Bizco era  mi padre, un hombre alto como el mástil de un velero, fuerte y con un ojo medio cerrado; bebía y, en ocasiones, cuando ingería demasiado alcohol, se tambaleaba y caía en la arena de la playa como un cachalote varado. Esas noches en las que no dormía en casa, descansaba feliz. Él nos delató, a mis hermanos y a mí, pertenecíamos a una organización obrera y fuimos a prisión.

Una noche de luna creciente, aprovechando un cambio en la guardia de los soldados, escapé y me dirigí al Espigón de los Desaparecidos. Nadie iba allí. Me quedé estupefacto cuando descubrí a una goleta oculta en la oscuridad. La gente subía desesperada, en silencio, con la esperanza de no ser descubiertos. Aproveché la confusión  y subí a cubierta. Al día siguiente, descubrí que viajábamos cincuenta y seis isleños, huíamos del miedo y la represión que se instalaba en Canarias.

─Lo ayudaré a buscar a sus hermanos, Andrés.

 

SOBRE LA AUTORA: ALICIA ESTHER RODRÍGUEZ GONZÁLEZ (Santa Cruz de Tenerife, 1965) es licenciada en Filología Hispánica. Máster en Creación Literaria con el Grupo Planeta en la Universidad Internacional de Valencia y Máster en Escritura Creativa y Máster en Edición y Maquetación en el Centro Europeo E- Learning. Desde el año 1992 se dedica a la docencia, es profesora de Educación Secundaria en un instituto de Tenerife. Ha sido Segunda finalista del II Concurso de relato romántico de Ediciones Embrujo con la obra Mar de brumas. Autora de la propuesta didáctica de la obra La Garza y la violeta, del escritor canario Rafael Arozarena, en colaboración con la Editorial Alfaguara y ha  publicado en la revista El Bucio el artículo “El placer de la lectura” que versa sobre la obra El mar de la calma, del autor Juan Pedro Castañeda.

© Owen Davey

LA BETTY

La niña terminó de escribir su historia sobre las transformaciones de una oruga en un jardín imaginario, muy diferente de aquel canterito del pasillo del conventillo del que la vieja higuera se empecinaba en escapar elevando sus ramas.

El cuaderno con su historia olía a cocina, a las tortas fritas de la abuela.

Miró por la ventana; ya tendría que estar llegando.  Y, de repente, el repiquetear de sus tacos.  La niña tomó su cuaderno y salió corriendo.

-Betty!  Betty!  Y la agarró por la pollera para saludarla con un beso.

-¡Ya está lista la historia de la oruga!  ¡Ya es mariposa!

-¡Hola, hermosa!  ¡Qué rápido la terminaste!

-Betty, ¡te la quiero leer!

-Bueno, vení, vamos a mi pieza.

Y la niña comenzó:

-Al principio era un huevito, ¿viste?… y …al final…  La Betty se sacó los zapatos, los tiró debajo de la cama y se frotó los pies doloridos.  Miró largamente a la niña y le dijo:

-Nena, vos sos muy inteligente, tenés que estudiar…, se acercó a un espejo que había sobre la pared descascarada y se alisó el pelo.  Con una expresión que a la niña le pareció triste, murmuró:

-Hay que estudiar, la vida no es fácil para una mujer.

La niña no se acordaba cuándo había llegado la Betty, un día la vio y alguien le comentó que se alojaba en la última pieza del pasillo.  Aquella mujer le sonrió y ella supo que serían amigas.  La Betty era una mujer alta, flaca, un poco huesuda, con nariz aguileña y el pelo muy corto.  Reía mucho, y cuando lo hacía, a ella le parecía que su rostro era hermoso.  Siempre usaba polleras ajustadas y zapatos de taco alto.  Le parecía una mujer muy elegante parecida a aquellas que se veían en las revistas de modas que a veces compraba su tía.  En el conventillo las mujeres, mientras lavaban en la pileta que tenían en común, casi siempre hablaban de la Betty.  Decían, entre asombradas y admiradas que era muy culta e inteligente.

–Debe haber ido al colegio, terminaban murmurando.

Y debía ser así, pensaba la niña porque a ella siempre la ayudaba con las cuentas y estaban bien.

Existían otras murmuraciones que la niña no entendía bien.

-Parece que “hace la vida” comentaban, con un ligero gesto de asco.

Tuvieron que pasar muchos años para que la niña relacionara esas palabras con las asiduas visitas de señores a su pieza.  Luego de aquellas visitas la Betty aparecía en el pasillo como avejentada, con el rímel corrido y una cierta tristeza.  Su tristeza desaparecía en una gran sonrisa cuando veía a la niña.

-Qué lindas trenzas te ha hecho Doña Paula, tenés un pelo tan hermoso.  Mi pelo era largo como el tuyo cuando era chica, hace tanto tiempo…

La Betty tenía un perro, muy chiquito, un cusquito al que llamaba Mariscal.  Lo amaba.  Lo bañaba, perfumaba y besaba apretándolo contra su pecho.  A veces le pintaba las uñas; la niña le decía: “pero Betty, si es un nene”, entonces ella se reía a carcajadas y lo besaba más.

Ya adulta, cuando la niña reflexionaba sobre ella, llegaba a la conclusión de que tal vez aquellos besos hubieran sido los únicos verdaderos de la Betty.

La niña participó en un concurso de dibujos auspiciado por una revista infantil.  Esperó ansiosa a que apareciera el nuevo número de la revista.  Cuando llegó ese día se levantó con una cosquillita en la panza y le dijo a la abuela:

-Voy al kiosco con Betty.

Golpeó a la puerta de la Betty.

-Claro, nena ¡vamos!, dijo ella.  Se puso un chal sobre los hombros y salieron.

La niña tomó la revista temblando.  Miró, incrédula, el dibujo ganador. No era el suyo.

La Betty le secó las lágrimas con las puntas de su chal y la llevó abrazada de regreso.

La niña siguió dibujando.  Ahora había hecho un dibujo “¡que le había salido tan lindo!”, un paisaje como los que había visto en el campo.  Tomó la hoja de papel y se fue casi corriendo hacia el fondo del pasillo.

Al lado de la puerta de la Btty había dos inquilinas conversando.

-Se fue anoche y dejó pago lo que debía de alquiler, comentaba una.

-Parece que se la llevó un hombre para el norte, dijo la otra.  Sacaron toda la ropa, no creo que vuelva, agregó.

-Espero que no le pase nada malo.

-Y, con estas mujeres nunca se sabe…

A la niña se le humedecieron los ojos.  Se quedó parada ahí, en la puerta de la Betty, inmóvil, como esperándola.

 

SOBRE LA AUTORA: MARÍA SONIA BARRÍA. Nació en Bahía Blanca, Argentina. Es Bióloga y ha trabajado en docencia e investigación en el campo de la Biología Marina. Madre de tres hijos. Actualmente vive en San Carlos de Bariloche, Argentina.

 

Bases para participar en Palabra de Argonauta (convocatoria permanente):

1) Se aceptarán textos narrativos (relatos, cuentos, microrrelatos, etc.) en español de hasta cinco páginas máximo, sean inéditos o no, de cualquier temática. No hay límite de edad para participar.

2) El formato de los archivos será DOC o DOCX. En el mismo archivo, deberá incluirse una pequeña bibliografía (de 5-6 líneas máximo).

3) El nombre del archivo que tendréis que remitir de manera adjunta será TEXTOS Y BIO DE (vuestro nombre y apellidos a continuación). Ejemplo: TEXTOS Y BIO DE PATRICIA BRAVA.doc.

4) Se remitirán al correo de la revista, a la atención de su directora, Esther Lapeña: odiseacultural@yahoo.com, con el asunto: «SECCIÓN NARRATIVA ODISEA CULTURAL». 

5) No se aceptarán borradores, textos desordenados o con faltas de ortografía. No se considerarán textos pegados al cuerpo del mensaje. Las propuestas que no cumplan con las bases serán automáticamente descartadas.

 

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