PALABRA DE ARGONAUTA – Domingo López

Bienvenidos, de nuevo, a la sección Palabra de Argonauta. Para este mes de febrero, contamos con tres microrrelatos inéditos del escritor Domingo López (Cádiz, 1967), pertenecientes a su obra Todas las cosas que no hiciste antes de decir chau,  y con una muestra fotográfica de Alfon García (Madrid, 1977).

EN LA CASA DEL PADRE

Viejo, dejaste el butacón vacío. La tele, que siempre tenías encendida y sin volumen, la debió de apagar alguien, no sé quién, cuando te acarrearon en la ambulancia a morir en aquel hospital. Allí, en una habitación con una ventana sin vistas, separada dos metros de una pared leprosa, junto a otro anciano agonizante, te acompañé aunque ya no me veías y me entretuve en cagarme despacito en los muertos de aquellas enfermeras agrias, de aquella doctora pelirroja de escote generoso que en sus visitas de treinta segundos fingía apuntar pronósticos y quinielas y en realidad dibujaría garabatos o monigotes en el informe de seguimiento, de aquella limpiadora mascando chicle, mirándote de reojo mientras pasaba – a este no le queda ni medio telediario – el trapo de mierda, de aquellos celadores puretas, hablando del posible descenso del Cádiz mientras – qué bueno que ese tipo no sea yo – te cubrían la cara con la sábana. En el tanatorio, el imbécil más meritorio dijo que el corazón, cansado de ochenta y nueve años de latidos, se te había parado, hasta los mismísimos cojones seguramente, mientras yo recibía palmadas y estrechaba la mano a tipos que se irían a beber o a comer o a follarse sin ganas a la parienta, vigilando que el cura carroñero no se acercara a menos de cinco metros del ataúd, sin decir una sola palabra, hablando únicamente con la mirada, como siempre hiciste. No soy inocente, pero no me arrepiento de nada y tampoco tengo recuerdos para enmarcar. Y ni una puta lágrima, ni una, viejo. Estarás contento y quizás, por primeras vez, orgulloso. Siento, en todo caso, entre tantos desencuentros y silencios, no habernos tomado nunca juntos unas cervezas, ni haberte dicho a la cara, ya cuando te ibas: gracias, por lo que sea, por todo mismo. Y luego, cenizas – ¿las quiere el caballero en una urna? – me preguntó seriamente un andoba endomingado – tan inútiles como las de mi cigarrillo. Entro hoy en la casa sin nadie. Los periódicos que te ponían de mala hostia siguen apilados en el rincón. El montón de cajas de medicamentos que te tragabas al tuntún están sobre la mesa. Encuentro uno de mis libros en un cajón. Le quito las pilas al reloj de la cocina. Me siento en tu butacón. Enciendo la tele. Sin volumen. Es mi turno. Todo seguirá igual, viejo, nada ha cambiado.

¡VIVA NOVIEMBRE!

El día que amaneció con el Cabrón muerto, no hubo clases. Llegamos de mañana al colegio y todos los maestros estaban como atrincherados en la Sala de Profesores, bisbiseando y confabulados. Así que nos dejaron a nuestra bola. Uno de la panda, el Canijo, sacó entonces el paquete de Bisontes, birlado en la tascucha de su viejo, y nos juntamos a fumar y toser detrás del edificio, donde languidecía un arbolito, el único vegetal de aquella escuela con ínfulas de reformatorio. Era noviembre y hacía como un montón de frío. Como teníamos claro cuál sería nuestro destino de niños descarriados y menesterosos, juntamos unas ramitas y algunos papeles y enseguida hicimos una pequeña hoguera. Había que ir practicando para cuando nos viéramos tirados en la puta calle. Tras fantasear un rato con meterle fuego al colegio, cuando se acabaron los pitillos y la fogata se extinguía decidimos volver al patio a echar un vistazo al panorama. Al cabo de un rato, un profesor se asomó y casi prorrumpiendo en sollozos, tartajeando de emoción, anunció que éramos libres, eso dijo, y que ese día no había clases y que nos fuéramos al carajo por ahí. Entre gritos de júbilo, el conserje, temblando, acertó por fin con la llave y abrió la puerta y por ella salimos todos en estampida, soltando blasfemias y patadas, hurras y empujones. Y ya afuera, vimos cómo el Director, un tipo barbudo y desaliñado, se acercaba dando saltitos de pollo a los mástiles de las banderas, vimos cómo arriaba sin solemnidad ni hostias el trapo rojigualda y cómo sacaba de una bolsa otro trapo, cómo lo ataba a la cuerda y cómo izaba el nuevo estandarte levantando el puño como si quisiera amenazarnos o pegarle un mamporro a alguien. Y todos, como digo, vimos ondear una bandera roja, que mas bien parecía un mantel y como no entendíamos nada y además nos importaba una mierda, alguien opinó no sé qué cosa de los toros y que si nos íbamos a la playa a gandulear o al colegio de monjas, a subirnos a la tapia y vacilar a las niñas y por el camino nos encontramos con el viejo loco del Guindi, con una botella en la mano, borracho como una cuba y cantando «estiró la pata el Cabrón, olé, olé, estiró la pata el Cabrón»… Y decidimos irnos detrás de él a festejarlo, porque aquella muerte de aquel cabrón pintaba bien, tenía que ser buena, muy buena cosa para, por lo menos, nuestro dudoso futuro y para nuestro deprimente barrio.

TARAMBANA BLUES

La tarde del siete de febrero de mil novecientos noventa y cuatro me metí en un tren nocturno, un expreso destartalado y penumbroso, con destino a Madrid. Toda la noche de viaje, como los ferrocarriles del siglo pasado, sentado la mayor parte del tiempo sobre la taza de un váter hediondo, fumando un canuto tras otro. Todo lo que llevaba conmigo era la ropa, o sea, la chupa, unas posturas de chocolate y algunas pirulas que pensaba vender en la entrada del Palacio de los Deportes para así conseguir, por lo pronto, los tres talegos que costaba el concierto de Nirvana. Yo era, por aquel entonces, un viejo de veintisiete años, sin nada que perder ni nada que ganar. No recuerdo muy bien cómo llegué y cómo pase el día en los Madriles. A la hora del concierto iba ya completamente ciego, había vendido todo el costo, reservándome un pellizco y se me había pegado un tía majareta, una pija granujienta con la consabida camisa de a cuadros, con la que, cuando me quitaba el porro de la boca, morreaba a tontas y a locas, sin haber hablado apenas con ella, sin saber siquiera su nombre. Tampoco recuerdo gran cosa del concierto. El Kurt Cobain iba puesto, era evidente, como casi todo el público, gente metiéndose mierda, pasada de rosca, cientos de niñatos bien, disfrazados de vagabundos, con vaqueros rotos y greñas sucias. La grungre al final se hartó de mí y se fue con otro, un tipo borracho que quiso comprar mi chocolate y cuando le dije que se fuera a tomar por el culo me sacó torpemente una navaja. La sacó allí mismo, medio tambaleándose, con la peña dando saltos y empujándonos, así que pudo habérsela clavado a cualquiera. No sé cómo acerté en darle en los huevos, la cosa es que cayó al suelo como un pelele y yo ya me aburrí de todo aquello y me najé. Aun sonaba los acordes de Heart shaped box cuando salí de allí, dando tumbos. Descubrí entonces, al pisar un trozo de cristal, que había perdido un zapato, quizás cuando le di al panoli la patada. Tiré cojeando para Atocha. Sentí hambre, no había comido nada en todo el día, no me había acordado de papear. En el bolsillo tenía casi dos mil pelas y varias chinas. Suficiente para el billete de vuelta al sur, un bocata de medio metro y toda la cerveza que pudiera tragar. Creo que ya lo he dicho, yo era un viejo de veintisiete años, al que en realidad le importaba un carajo Nirvana y cuya única preocupación en la vida, en aquel momento, era que se le había acabado el papel de liar.

SOBRE EL AUTOR: DOMINGO LÓPEZ (CÁDIZ, 1967). Poeta, dramaturgo y narrador. Autor de las obras de narrativa La soledad y nosotros (Premio Nacional de Narrativa Julio Cortázar, 2002), La lluvia y las rayuelas y otros cuentos (Colección Monosabio de Narrativa, 2002), Rompiendo el protocolo (Premio Ateneo Primero de Mayo, 2005), Alentejo Blues y otros textos (Papeles de Uno Ediciones, 2010), Aniceto el Importante o la historia de un soñador de regates (Editorial Corona del Sur, 2013), de los poemarios Blues (Premio Ángel Martínez Baigorri de Poesía, 2006), Suburbia (Editorial Point de Lunettes, 2007), Llegar hasta aqui  (Editorial Origami, 2014) y los textos teatrales Cero (Premio del Taller de las Artes Escénicas de Valencia, 2005) y Parapoco (galardonada en el Certamen Nacional de Teatro Breve José Moreno Arenas, 2011). Ha participado en antologías de prosa y poesía, como Tripulantes (Editorial Eclipsados, 2006), Cuento vivo de Andalucía (Universidad de Guadalajara, México, 2007), Si me persiguen, me iré más al sur (Ediciones RaRo, 2009), Al otro lado del espejo: nadando contracorriente (Editorial Escalera, 2011), Voces del extremo: poesía y utopía (Fundación Juan Ramón Jiménez, 2004), entre otras.

SOBRE LA RESPONSABLE DE PALABRA DE ARGONAUTA: ANA PATRICIA MOYA (CÓRDOBA, ESPAÑA, 1982). Estudió Relaciones Laborales y es Licenciada en Humanidades por la Universidad de Córdoba. Ha trabajado como arqueóloga, bibliotecaria, documentalista, etc. Actualmente, se busca la vida como puede y dirige el Proyecto Editorial Groenlandia. Su obra más reciente es Píldoras de papel (poesía; Huerga y Fierro, 2016); próximamente publicará su próximo poemario, La casa rota (Versátiles Editorial). Sus textos aparecen en distintas publicaciones de Europa e Hispanoamérica, digitales e impresas, así como en antologías literarias; también ha obtenido algún que otro premio por sus despropósitos lírico-narrativos. Ha sido traducida parcialmente a varios idiomas. Aspira a nómina, hipoteca y perros grandes.

SOBRE EL FOTÓGRAFO: ALFON GARCÍA (MADRID, 1977). Fotógrafo, cantautor y diseñador gráfico. Apasionado de la fotografía, a la que se dedica profesionalmente, y entusiasta de cualquier tipo de procesado fotográfico, del más formal al más creativo: hace de su versatilidad digital la mejor herramienta para poder transmitir una idea, un sentimiento, una vida, o las más de mil palabras contenidas en una imagen. Artista versátil, se aventura en cualquier reto de otra índole artística que se cruce en su camino.

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