Relectura de Philip K. Dick y Blade Runner, por Antonio Jesús Sánchez Rodríguez

Hoy vivimos en el malestar, un trastorno de nuestra psique y de nuestra cultura que se refleja, entre otros aspectos, en la disociación del cuerpo y la mente, que ya no son dos partes de una misma realidad.

En esta sociedad del malestar, traumatizada e hipermoderna, el cuerpo es objeto de odio (odio mi cuerpo). Es un hecho que el ser humano en la cultura occidental reniega de su cuerpo, quiere cambiarlo y cualquier opción, incluida la identidad maquinal (quiero ser una máquina), parece que le sirve.

La vanagloria de la máquina en detrimento del cuerpo no es algo nuevo. Marshall McLuhan hablaba de un «trauma cultural» resultado de la «autoamputación tecnológica de todas las funciones humanas» que conllevaba un desplazamiento del ser humano por la máquina.

Es decir, hemos experimentado una atrofia corporal debida a la incompatibilidad de nuestro «diseño natural», pensado para la caza y la subsistencia, de cuerpo cazador y guerrero, con el «diseño cultural» que nos ha llevado a la comodidad, al sedentarismo y a la rutina. Es un divorcio entre el cuerpo y la mente, y el uso cada vez mayor de nuestras capacidades mentales supone una alienación del cuerpo que cae con facilidad en un odio hacia sí mismo.

Ese rechazo al cuerpo, el odio al cuerpo, esa destrucción del propio cuerpo que ha sido desplazado por las máquinas y que por tanto procede de una derrota, de un traumatismo cultural e histórico, legitima todas las atrocidades que podamos hacer sobre el mismo, desde el martirio ascético hasta la transformación radical a base de cirugía agresiva, cuando no de la anorexia, la vigorexia y la megarexia.[1] Todo ello provoca de suyo un rechazo al ser, en la medida que como parte de nuestra realidad ontológica está el propio cuerpo. Si odio a mi cuerpo estoy odiando a mi ser. Pero solo soy ser. ¿Entonces qué hago odiándome?: queriendo al otro, a la máquina. He ahí el trauma. La cesura del verso en que consiste nuestra vida.

El ser humano ha decidido des-humanizarse, convertir su cuerpo en cuanto fenómeno identitario en otra cosa diferente, cercana al mundo idealizado de las máquinas, y presentarse al resto como tal diferencia. Concibe su cuerpo como una máquina blanda,[2] contrapuesta a las máquinas hechas de metales duros (no biológicos) y por tanto más resistentes y perdurables, y por ello más admirables.

Este acercamiento a la máquina, al hombre-máquina, al ciborg, no es ontológicamente neutro. Tiene importantes efectos sobre la realidad del ser humano, sobre las dualidades yo/otro, mente/cuerpo, cultura/Naturaleza, hombre/mujer, civilizado/primitivo, realidad/apariencia, todo/parte, agente/recurso, constructor/construido, activo/pasivo, bien/mal, verdad/ilusión, total/parcial, Dios/hombre (el mito de Prometeo).

Esto ya habría empezado con el progreso médico, que ha permitido que cuando morimos partes de nuestro cuerpo puedan ser utilizados por otros, con lo que se trastoca la idea de nacimiento/muerte, de principio/fin, lo cual lleva a la necesidad de redefinir la relación del cuerpo humano con la identidad individual.

La cultura de la alta tecnología que crea máquinas inteligentes desafía esos dualismos. No está claro quién hace y quién es hecho en la relación entre el humano y la máquina. La sociedad exige hombres que funcionen como máquinas y los hombres son buenos constructores de máquinas. Luego puedo amar a la máquina.

El ser humano es imagen de Dios en la medida que crea máquinas, como Dios creó al hombre. En el momento en que la máquina se haya impuesto valorativamente/funcionalmente al ser humano, será la máquina la que haya creado al ser humano en cuanto fenómeno cultural e histórico: el hombre será cuanto la máquina diga y como lo diga la máquina. El ser humano será menos que una máquina, pues la máquina contribuirá más y mejor al progreso social. La máquina es más eficiente. Cuando llegue ese momento, decimos ahora, desaparecerá Dios, al menos como institución cultural, puesto que las máquinas no tienen un dios que ofrecer que no sea una idea de eficiencia y eficacia metafísicas y utilitaristas. El problema será en qué medida esa desaparición de Dios supondrá una desaparición de la humanidad misma, por cuanto nuestra idea de humanidad ha sido configurada en función de Dios.

Philip K. Dick (1928-1982) autor de la novela en que se inspiró Blade Runner (Do Androids Dream of Electric Sheep?, 1962) analizó el problema de la diferenciación entre el ser humano y una máquina reflexiva, creando la metáfora de los androides como seres psicológicamente humanos pero que pueden llegar a comportarse de una forma inhumana, bien porque han sido programados para ello, por lo que no son éticamente responsables de sus actos reprobables, bien porque han adquirido con el tiempo capacidad para tomar sus propias decisiones, en cuyo caso sus acciones son éticamente reprobables pero ellos no son éticamente imputables en la medida que no son seres humanos sino máquinas a las que, más que encerrar en una prisión, hay que desactivar.

El autor mostró la relación entre el ser humano y la máquina, lo natural y lo artificial, que conduce al protagonista a problemas de identidad, planteando al lector con sus figuras la duda que les lleva a no saber exactamente dónde se encuentran: si en la realidad o en un sueño organizado y dirigido por otros entes, que provocan la lluvia artificial en la que ellos derraman sus lágrimas artificiales que expresan un sentimiento puramente humano.

La copia exacta de Rachael, un replicante en Blade Runner, es la imagen de la confusión en los sentimientos y en las ideas: por un lado, es reflejo de un miedo, miedo al desconcierto que supone no saber cuál es su ser; pero por otro también es reflejo de un amor y de una confusión ante la cultura del cíborg, aunque el cíborg ni siquiera sepa que es uno de los cíborgs.

El cíborg es una representación de un cuerpo humano al cual se le han añadido elementos mecánicos. Es, al menos idealmente, mitad hombre y mitad máquina, si es posible esta expresión que parte en dos el ser humano, como si fuera solo un elemento físico material, mensurable, cortable, divisible…. Es un ser formado por materia viva y dispositivos electrónicos. Es un individuo intermedio, todavía humano en la medida en que al menos una parte de su estructura es biológica natural. Pero no deja de ser hombre, de tener un cuerpo de hombre.

Blade Runner Rachel oDISEA
Rachael (Sean Young), el replicante sensible que no sabe que es replicante. © Jordan Cronenweth y Warner Bros.

A pesar de ser un ideal cultural, el cíborg genera miedo en todos aquellos que no sucumben a su estética y a su peculiar ética inimputable. Es un miedo al hijo de Prometeo, a la criatura del doctor Frankenstein, a algo que no identificamos como humano pero que compite con nosotros en nuestro terreno: en el terreno de la humanidad, por tanto en el terreno de Dios. No tenemos miedo del cíborg por la violencia que pueda emplear contra nosotros, sino porque se diluye entre nosotros, es uno más, pero no es un humano.

El detective Deckard (interpretado por Harrison Ford) tenía que identificar a los replicantes utilizando máquinas especiales, pues los seres replicantes estaban entre los seres humanos, confundidos con ellos, tomando decisiones entre ellos, compartiendo espacio con ellos, pero sin que los hombres fueran conscientes de su alteridad, de su naturaleza maquinal.

Para Deckard, los replicantes tenían que ser siempre identificados como meras máquinas, lo más cercano posible a los androides, sin ninguna empatía que los acercara al hombre, que los humanizase, incluida la dulce Rachael. Si tenía que retirarlos (no se hablaba de matar, pues eso nos situaría en la posición de Prometeo como desafiante de los dioses), toda empatía que desarrollase convertiría el retiro en un asesinato, deleznable moralmente. Para él los replicantes eran pellejudos, nombre que cosifica al sujeto, lo aleja de toda reminiscencia humana.

Con la interacción con los cíborgs y replicantes, la dualidad humano/monstruo desaparece como referencia, pues ya no sabemos qué es humano y qué es máquina, y por tanto qué es monstruo, lo cual nos genera ese miedo a lo desconocido, a las fuerzas desatadas, a la hetero-nomía, a la consiguiente pérdida de nuestra libertad y el miedo a la esclavitud, al control por terceros de nuestros actos, al control por máquinas de nuestros actos, por tanto, a la esclavitud por las máquinas. También desaparece la dualidad cultura/Naturaleza. Frankenstein nos da miedo, no por la fealdad del monstruo, sino por la humanidad del monstruo, por la cercanía.

Ese miedo, por qué no decirlo, también es una reminiscencia de la batalla perdida que ha causado el trauma cultural que mencionaba Marshall McLuhan: sabemos que el ciborg es vencedor, en cuanto máquina, y que nada podemos hacer, por cuanto luchar contra él es una forma de lucha contra-histórica, es decir, imposible de librar y de vencer.

El miedo es signo del trauma. El trauma nos provoca el miedo, pues reproduce en todo momento la batalla y el resultado de la misma, una batalla que terminó en dolorosa derrota que significa el desplazamiento del ser humano por la máquina, un ser humano que empezó odiando al cuerpo.

 

Artículo de Antonio Jesús Sánchez Rodríguez

 

NOTAS:

[1] La anorexia es el trastorno de la conducta caracterizado por la búsqueda de un ideal de delgadez extrema y de restricción alimentaria que nunca se alcanza. La vigorexia es el trastorno de conducta caracterizado por un exceso de práctica deportiva destinada al modelaje del cuerpo y al cultivo de la belleza y la fuerza. Al igual que en la anorexia, la meta buscada nunca se alcanza, con lo que su persecución solo acaba con el tratamiento o con la muerte del paciente. La megarexia es el trastorno de la conducta que hace del alimentarse un programa vital, llegando a producir sujetos de peso excesivo que no perciben su obesidad y los riesgos que para su saluda la misma conlleva.

[2] Así es como el escritor William S. Burroughs, llama al cuerpo humano, en su libro del mismo título: La máquina blanda, Barcelona, Minotauro,1995.

 

 

Antonio Jesús Sánchez Rodríguez (Madrid, 1967). Doctor en Filosofía (Universidad Complutense de Madrid, 2018), Derecho (Universidad Carlos III de Madrid, 1998) y en Ciencias Políticas y Sociología (UNED, 2015). Autor, entre otras obras, de El Yo Cicatricial, Madrid, Manuscritos, 2019; Tecnología y participación, Madrid, Dykinson, 2019; y de Fisicoculturismo. Orígenes antropológicos y connotaciones filosóficas, Madrid, Dykinson, 2019.

 

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