La disparidad suprematista en Egipto, por Tamara Iglesias

busto de Ramses II Egipto
Busto de Ramses II en el British Museum

Incontables películas y best-sellers se propusieron transmitir la singularidad exótica del lejano Egipto desde que Giovani Battista Belzoni descubriera el busto de Ramses II en 1816, pero en la tentativa por aplacar sus múltiples incógnitas a menudo han recurrido a apócrifas aprensiones que poco o nada tienen que ver con el verismo histórico; repasemos algunas de ellas, ¿te parece?

Un poder único y sin competencia terrenal, un país unido y alimentado por la ambición conquistadora o una arquitectura funeraria cimentada sobre la constricción de un pueblo sumiso son algunas de las más apreciables nociones erradas que han quedado implementadas en nuestro subconsciente cuando pensamos en el país del Nilo. Pero el contexto dual de Egipto fue una realidad consumada tanto en el campo geográfico, como en el social y el político transformándose, al igual que Micenas, en un nexo de bifurcaciones y divergencias atípicas a las que otorgaremos el protagonismo en el presente artículo.

Encentaremos nuestro viaje con su interesante división territorial, que ya Heródoto recogiera magistralmente en su segundo volumen de las «Historiae»; dice: «Desde las costas penetrando en la tierra hasta que se llega a Heliópolis, es el Egipto un país bajo, llano y extendido, falto de agua, y de suelo cenagoso. Para subir desde el mar hacia la dicha Heliópolis, hay un camino que viene a ser tan largo como el que desde Atenas, comenzando en el Ara de los doce Dioses, va a terminar en Pisa en el templo de Júpiter Olímpico, pues si se cotejasen uno y otro camino, se hallaría bien corta la diferencia entre los dos (como de 45 estadios) teniendo el que va desde el mar a Heliópolis 1.500 cabales. De Heliópolis arriba es el Egipto un angosto valle. Por un lado tiene la sierra de los montes de Arabia, que se extiende desde Norte al Mediodía y al viento Noto, avanzando siempre hasta el mar Eritrheo; en ella están las canteras que se abrieron para las pirámides de Menfis. Después de romperse en aquel mar, tuerce otra vez la cordillera hacia la referida Heliópolis, y allí, según mis informaciones, viene a tener un camino de dos meses.»

En este profuso y detallado delineado de la provincia destaca la revelación de dos parcelas perfectamente catalogadas y que atenderán al nombre de Alto Egipto y Bajo Egipto; el primero correspondería al territorio entre Menfis y la primera catarata de Asuán (área bautizada como schmau «tierra de la cebada») donde destacarán hasta el periodo Semaniense (actualmente más conocido como Nagada III, datado entre 3200 y 3000 a. C) tres núcleos proto-estatales (Hierakompolis, Nagada y Abidos) y una capital (Nekhen la ciudad consagrada a Horus) cuya ventajosa situación topográfica les concedió autoridad religiosa y comercial (precisamente en esta ubicación fueron hallados los primeros templos primitivos así como algunos de los textos que relatan el intercambio especulativo con las minas de Uadi Hammamat hacia el segundo milenio antes de Cristo).

Dada la fertilidad del limes (tierra) del sector sur del país cualquier visitante encontraría las orillas del gran río plagadas de juncos, motivo por el que en el lenguaje pictográfico le correspondió la personificación alegórica del junco; es por ello que sus respectivos regentes serán conocidos como nesut («señor del junco») apadrinando como emblema palatino una corona blanca en forma de morrión cilíndrico rematado por un punta oval, muy semejante al huevo de un alopochen aegyptiaca (conocido vulgarmente como «ganso del Nilo»).

Durante las dinastías IX y X, los faraones del Alto Egipto reinaron desde una ciudad conocida como Henen-Nesut («ciudad del señor del junco») al sur de El Fayum, pretendiendo crear una mirada distintiva entre su poder y el que ostentaban los faraones del Bajo Egipto, región que abarcaba desde el mar Mediterráneo hasta Dahshur y que fue bautizada como Ta-Mehu («tierra del papiro») por la ingente cantidad de cyperus papyrus (hierba palustre acuática de la que se obtiene el papiro) que crecía en la zona. Considerablemente más pobre y alejada de los beneficios de las transacciones mercantiles, hubo de focalizarse en una palmaria economía de subsistencia, destacando especialmente la ciudad de Buto (helenización de Djebout, muy cercada a Tell-el-Fara’in, donde luego se fundaría Alejandría) cuyo mayor logro productivo fue la apicultura, antecedente por el que el reino fue representado con la insignia zoomorfa de la abeja. Así, el rey del Bajo Egipto sería un biti (señor abeja) y portaría una corona roja en forma de bonete con un largo extremo del que sobresaldría una espiral (un símil con la lengua del insecto).

La división de ambas demarcaciones, que databa del Periodo Predinástico, surgió a raíz de la discordancia entre las arcaicas comunidades erigidas durante la fase de colonización conocidas como nomos o sepat; estas agrupaciones locales se fraccionaron en dos conjuntos independientes (de veinte en el Bajo Egipto y de veintidós en el Alto Egipto) que convendrían diversos tratados de auxilio en caso de ofensivas extranjeras pero sin renunciar a su manumisión administrativa y religiosa. Para mantener esta soberanía metropolitana, se estableció que cada nomo sería dirigido por un monarca elegido por votación popular y dedicado a la impartición de justicia y la gestión de bienes patrimoniales, una tarea ardua que era recompensada a su muerte con la construcción de mastabas y templos dignos de faraones, como la de Sabu (S3111) en la necrópolis de Saqqara.

Templos y Pirámides en la necrópolis de Saqqara
Templos y pirámides en la necrópolis de Saqqara (Flickr/ CC BY-NC-SA 2.0)

Si lo pensamos detenidamente este desdoblamiento espacial tiene una fuerte conexión con su teología cosmogónica, retratando a los distritos como alegoría viviente de los cuarenta y dos pedazos en los que el dios Seth descuartizó a su hermano Osiris, y al monarca en cimera del Udyat, el ojo de Horus que todo lo ve y que previene del reflujo isolineal de la deidad del estiaje. De hecho, y sin pretensiones de introducirme demasiado en los entresijos de la mitología egipcia, debo decir que toda su comprensión escolástica se basa en la dualidad divina, llegando muchas de ellas a ser representadas en conjuntos de fenómenos opuestos de una misma realidad (Ra-Jepri y Nebet-Het para el día y noche, Amón y Anubis para la vida y la muerte… etcétera).

Volviendo a la organización regional, quisiera subrayar que la autonomía alejada de los designios capitales facilitaba la libertad del pueblo sin llegar a la anarquía, pero predisponía una algarrada de los nomarcas que los faraones no estaban dispuestos a consentir; por ello, durante el Periodo Arcaico (específicamente en la I Dinastía) los dos reinos fueron unificados bajo mandato de Narmer (posible sucesor del conocido rey Escorpión, famoso actualmente gracias a una cinematografía bastante imaginativa y nada razonable) quien portará por primera vez el pschent, la corona doble que simbolizaba la unión del Alto y el Bajo Egipto. De este modo el faraón será un besut-biti (señor del Alto y Bajo Egipto) y comenzará a cerrar la puerta de la sala VIP al atávico monarca que se había transformado en una amenaza.

Justamente en un impulso por acercar un poco más esa puerta a su dintel y asegurar su hegemonía, el faraón Djoser (2665 a 2645 a. C.) resolvió convertir los nomos en simples distritos, optando por una redistribución paternalista de los bienes productivos: desde cada término se enviaría el fruto de los impuestos a palacio, donde serían dispensados en función del estado de carestía. Este método, que a primera vista puede parecernos guiado por la buena fe y la noción de igualdad, terminó mutando en una forma de opresión contra la clase campesina, explotada para alimentar a los altos dignatarios que siempre recibían más de lo que realmente precisaban.

Ante semejante escenario de iniquidad, el pueblo llano recurrió nuevamente al enaltecimiento de la figura del monarca como representante y dirigente, clamando por el retorno del antiguo sistema y asignando un procedimiento de mandato hereditario que aseverase la preservación de esta figura, tornada automática e inesperadamente en un proto-faraón; obviamente, querido lector, la reacción del regente fidedigno que veía aminorada su capacidad idiosíaca (es decir, de particularizarse para despuntar) fue trasladar a los monarcas a otros distritos donde no fueran conocidos, escuchados o amados por el pueblo.

Pero el fin de esta dicotomía conceptual en la administración de Egipto no estaba siquiera próximo ya que, aunque la jugada de enviar al banquillo al monarca le había salido bien, durante el Primer Periodo Intermedio conocería a un nuevo rival: el hatia («alcalde»), un cargo vitalicio que implicaba una elevada independencia de movimientos. Para desgracia del faraón, cada sepat convocó como hatia a un descendiente de sus respectivos monarcas (incluso aunque éste se encontrase en otros distritos) unificando el poder de la tradición con el de la innovación. Su punto álgido aflora durante el Imperio Medio (Dinastía XII) cuando no sólo se encargaron de la recaudación de impuestos o la supervisión de las ofrendas en los templos, sino que fueron también responsables de la partición de cada hectárea de suelo cultivable y del reparto de los alimentos entre las gentes del nomos, tareas que propiciaron su modelo de autocracia por encima del divino hijo de Ra y que fueron laureadas con la sepultura en importantes necrópolis como las de Beni Hassan.

Cierto es que la figura del faraón continuará apareciendo en las posteriores dinastías equiparada con deidades heterogéneas (especialmente Horus, Ra y Osiris) para legitimizar su poder divino y su encarnación del mismísimo Egipto, pero el complicado entramado de supremacía y el hastío por los asuntos de gobierno llevarán a la cesión de sus funciones a terceros, especialmente a una burocracia que se convertirá en la capa social dominante, privilegiada y, habitualmente, corrupta. De pronto y, cuando aún no se había constituido la definición de conservadurismo, Egipto se había metamorfoseado en un estado guardián con una marcada dualidad social: el rico ostenta el poder y mantiene el acceso a una cultura elevada, mientras el pobre trabaja por y para subsistir, una dinámica que terminará por provocar revueltas como veremos más adelante.

De todos cuantos compondrán el gobierno de Kemet (nombre original de Egipto) el delegado más vital será sin duda el visir, quien recibirá las órdenes directamente del faraón y tan sólo deberá responder de sus victorias y errores ante él; será responsable supremo de la tesorería, de los archivos y de administrar justicia, llegando también a dirigir expediciones colonialistas y obras de construcción cuando las apetencias del faraón así lo requirieran. Durante el Reino Nuevo, coincidiendo con el ciclo de Ramses XI (1099-1070) marcado por los notorios menoscabos económicos, políticos y sociales, los visires aumentaron su poder hasta el punto de permitirse una cierta duplicidad separatista: Herihor (1080-1074 a.C.) será visir y sacerdote de Amón en el Alto Egipto (fusionando en su persona el poder militar, civil y religioso) y Nebmare´nakht seguirá su ejemplo en el Bajo Egipto.

Herihor, venerando al dios Osiris.
Detalle papiro del Libro de los Muertos de Nodymet. En la escena aparece detrás de su esposo Herihor, venerando al dios Osiris. British Museum. @ndesborough

Tras la muerte de ambos y habiendo denostado Piânki (hijo de Herihor) el gobierno de las tierras reunificadas, ostentará el poder Esmendes I (hermano de Herihor) que desposará a Tentamón (hija de Ramses XI) y ascenderá al trono con una (para su desgracia) nueva designación: chaty. El chaty o tyaty (el título completo era «tayty-sab-chaty», es decir «el envuelto», «el protegido») era un magistrado de alto rango que se encontraba justo por debajo del faraón y cuya titularidad quedaba reservada para miembros de la familia real que no detentasen la herencia (caso de Kanefer, hijo de una esposa secundaria de Seneferu, quien se convirtió en el primer chaty de su hermano Keops) o miembros de familias específicas del linaje cercano a palacio. De tal suerte, la ascendencia al supra quedaba reservada a las altas esferas más cercanas a la familia soberana, eludiendo a posibles competidores de puestos más humildes pero sin llegar a peligrar el acceso del estrato medio-alto.

Durante los primeros setenta días tras la muerte del faraón, el chaty gobernaba el país, se encargaba de las honras fúnebres por el regente y reflexionaba sobre quién sería el mejor candidato para heredar el puesto vacante. Aquí resuelta interesante destacar que la divinidad del faraón no se transmitía por lazos consanguíneos a pesar de que los matrimonios procurasen mantener la vigencia de la línea parental (casando a hermanos con hermanas, tíos con sobrinas… etcétera), sino que cualquiera se encontraba en disposición de gobernar y alcanzar la condición divina si así lo decidía el chaty.

De esta manera se simplificaba la contingencia sucesoria, el faraón continuaba siendo la versión humana de Horus y el chaty frecuentemente se encumbraba como nuevo soberano, como fue el caso de Ay (considerado padre de la reina Nefertiti) chaty de Tutankhamon y monarca desde el 1327 al 1321 a. C.

La tumba tebana de Ay (WV23). ( Flickr/ CC BY-NC-SA 2.0 )
Tumba tebana de Ay (WV23). ( Flickr/ CC BY-NC-SA 2.0 )

Por supuesto la tendencia constante de los faraones (vinieran de la línea de sangre que vinieran) fue la de asegurar la cohesión de Egipto para no tropezar con menoscabos jurisdiccionales pero por desgracia el dimorfismo jerárquico se mantuvo siempre en ristre, promoviendo sendos enfrentamientos y reyertas que incitaban el escepticismo de sus súbditos, atónitos ante el caos que los supuestos designios de Horus parecían suscitar en palacio. A diferencia de lo que nos ha prestado la memoria cinematográfica, el pueblo egipcio resultó ser inconformista y notoriamente ácrata cuando el trato divino de su dirigente repercutía negativamente en la calidad de vida.

Imbuidos por el espíritu de Maat (verdad, justicia, derecho y equidad) encauzaron protestas como las de que se narran en el papiro de Turín, testigo de la primera huelga de trabajadores de la historia. ¿El motivo? La escasez en las raciones de los trabajadores de Deir el-Medina debido a la falta de compenetración entre el chaty y el faraón; y no sólo hablamos de aquellas destinadas a consumo diario, sino también al salario semanal que consistía (según el rango de capataz, artesano o jornalero) en una media de 10 a 400 hogazas de pan, varias jarras de cerveza, cereales, dátiles, fruta, verdura, agua, carnes, pescados, aceites, ropa y calzado.

Tras una notificación de la situación sin respuesta a ambos cargos se convocó la huelga, que dio comienzo el día 10 del cuarto mes de Peret (marzo) del año 29 del reinado de Ramsés III con piquetes y consignas al grito de «Tenemos hambre»; al octavo día el faraón no pudo más que acceder a sus demandas, comenzando por la destitución de su chaty (Tó) y la mejora de las condiciones laborales: más cantidad y calidad en los alimentos (hasta 72 sacos de cereales), retribuciones especiales para los asalariados que hubieran padecido algún accidente profesional, y un puesto de honor cerca de la pirámide para el futuro enterramiento de cada uno de ellos. Estas mismas manifestaciones y disturbios se sucedieron cada vez que el pueblo se encontró a disgusto o en un cierto estado de indefensión, estimulando a menudo golpes de estado contra dignatarios y tajantes rotaciones en las condiciones de vida que se contraponen con la imagen de un Egipto resignado y complaciente.

Como ves, querido lector, la concordia y uniformidad de Egipto más parece ser (historiográficamente hablando) un mito de los exploradores y aventureros que desde el siglo XIX llenaron nuestro imaginario con las fantasiosas historias hegemónicas de Tutankamón, Akenatón y Cleopatra.

La realidad, sin embargo, dicta cómo finalmente el quinteto jerárquico formado por la despótica ilación partitiva, se encontraba supeditado a la fuerza de un pueblo que prefería prescindir del ansia por ceñirse el supra con tal de repeler al tumultuoso y catónico laberinto de Seth; una patria que transpuso su dualidad más allá del tiempo y el espacio y que comienza, aún hoy día, a recuperar su eclecticismo.

 

Tamara Iglesias

Título original del artículo: «La disparidad suprematista en Egipto y el quinteto ceñido a la preeminencia idiosíaca»

Imagen portada:  Flickr CC BY-SA 2.0 – Wikipedia British Museum

 

Tamara Iglesias (Galicia, 1991). Graduada en Historia del Arte, ha centrado su actividad profesional en la docencia y la divulgación histórica por medio de conferencias para colectivos pedagógicos y culturales, así como por una asidua colaboración en diversos magazines entre los que destacan Culturamás, HA!, OCésarONada, Acento Cultural y MoonMagazine, entre otros. Comisaria de exposiciones para museos, centros y asociaciones culturales en localidades de España e Italia (la más reciente “Intraimpresionismo” de A. Tellería), despunta su participación  en múltiples investigaciones, especialmente la de M. Uzuaga sobre sogueados protoindoeuropeos y la de H.Ochoa respecto al comercio mediterráneo durante la Edad Media. A partir de disciplinas como la estética del arte, la heurística anacrónica y la historiografía heteróclita creó los términos del “supra” y la “idiosis”, referenciados en sus publicaciones y sobre los que actualmente se encuentra investigando. Escritora por vocación, publicó “O gato negro” en 2005 en un volumen monográfico llamado “Cousas do Catelao”, un trabajo narrativo que continúa en una serie de novelas que (de momento) no están a disposición del lector.

 
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