PALABRA DE ARGONAUTA – Tomás Soler Borja

foto Alfonso Vila - relato Tomás Soler
No hay descanso en vacaciones: regresamos a Palabra de Argonauta, nuestro espacio de narrativa contemporánea en Odisea Cultural, con un relato del escritor Tomás Soler Borja (Murcia, 1973) y una muestra de la excelente obra fotográfica de Alfonso Vila Francés (Valencia, 1970). Al final de la sección, recordamos las bases para próximas colaboraciones, tanto para escritores como para fotógrafos; también abrimos una nueva convotaria para escritores de microrrelatos. En septiembre, nuevo autor. Mil gracias por vuestra paciencia. Sin más novedades que mencionar (salvo que estamos preparando la nueva sección de poesía, No es país para viejóvenes, en esta revista, gracias por vuestra paciencia) disfrutad del verano.

 

PÁGINAS EN BLANCO

Somos gente de la tierra, de carne y hueso, de verdad por delante y mirada firme a los ojos a quienes nos hablan o hablamos. Gente de palabra, con principios. Porque así nos educaron, allá lejos, en el pueblo hoy abandonado y cayéndose a pedazos. Para bien o para mal, entre derrumbes nada escandalosos, anónimos, que a nadie afectan ni parecen importar. Primero se vino abajo la escuela, después el viejo caserón que hacía las veces de consultorio médico, cine, salón de reunión vecinal y juegos, y hasta de ayuntamiento. Y así, caída tras caída, todas y cada una de las construcciones de piedra, cal y cañizo, están tocadas de muerte o directamente fallecidas. Ahí, en el suelo, replegándose a sus propios cimientos, regresando al olvido del que un día inmemorial salieron con la misión de ofrecer cobijo y hogar ante el frío, la noche y sus alimañas a los que nos precedieron en aquellos duros contornos. Los mismos de los que venimos, y que a base de coraje y esfuerzo, las levantaron con sus propias manos.

Pero los tiempos cambian, o quizá no son ellos, sino nosotros. Y sin más historia que sumar a la existente, el pueblo entero va camino del olvido asediado por la exuberancia de las malas hierbas. Zarzas, cardos, ortigas, que no cejan en su empeño de borrar señal alguna de una época guardada únicamente en la memoria de unos pocos que aún quedan desperdigados por los cuatro horizontes. En la conciencia cada vez más inconsciente, de los que supimos y escuchamos por sus calles el sonido inconfundible de los cascos de las bestias herradas, los saludos recios de los hombres de cigarrillo negro sempiterno entre los labios y boina ladeada a la cabeza. De aquellos hijos de la tierra, que escuchábamos ensimismados la conversación animosa de las mujeronas de delantal para casi todo, luto temprano por el padre, el tío, un hermano o cualquier familiar, y pañuelo de respeto al pelo. Sí, de los mismos que fuimos partícipes de la inequívoca melodía cargada de buenaventura, esas risas brillantes de la infancia que entonces poblaban todo el año aquel lugar tan lejos del resto del cambiante mundo.

Fuimos criados con mano dura y sin remilgos ― y también amor ― entre aperos de labranza que no sabían de acumular polvo y mucho menos óxidos; con animales de tiro sin más apellido que ninguno, pero con nombres propios puestos por nosotros mismos, o nuestros mayores: Rafael bautizamos en casa al caballo, Paquita a la mula y Bartolo al burro. Éramos mozos y mozas alimentados y empinados, también, con la huerta sacada adelante a golpe de azadón, mucho sacrificio y escasa recompensa. Tanto esfuerzo no libre de ampollas en las palmas de las manos, algún que otro sabañón en las orejas, dolor viejo de riñones y bastantes llantos de labios mordidos acompañando a la tormenta cuando la piedra arruinaba los frutales. Tampoco faltaban gallinas, pollos, cerdos, conejos que nos negábamos a desollar junto a madre, tras haberlos tenido de chiquititos entre nuestras manos puras de todo crimen. Y junto a tres perros, incontables gatos que iban y venían a su antojo, aves de paso y toda clase de bichejos silvestres y de distinta calaña. Fuimos criados con trabajo y más trabajo no exento de más épocas de estrecheces que de bonanza. Criaturas hechas desde edad bien temprana a ayudar en la labor diaria después de regresar de la escuela. Niños y niñas honrados en los hechos, en el trato y diría que hasta de pensamiento, pues más nos valía confesar nuestras pequeñas fechorías y pecados cuanto antes para ser absueltos tras la justa penitencia. Siervos de la tierra con infancia de la de antes, sencilla y palpable, respetuosa, inocente y repleta de curiosidad, mas también temerosa de Dios, del cura, del maestro, de la Guardia Civil, y sobre todo de padre. Infantes de pantalón por la rodilla y camisa blanca recién planchada los domingos; jovencitas con falda por los tobillos, blusa abotonada hasta el cuello y lazo a juego anudando la coleta. Y todos a una ―que no revueltos― acudiendo a misa los días de guardar. Y el resto de los días, rezando igualmente Avemarías y Padrenuestros cada noche ya en la cama, limpios y bien cenados.

Somos gentes de bien, que diría el bueno de padre.

¿Cambiar ya a estas alturas? Imposible concebirse de otra manera.

Costó sudor, enojos de días y semanas de duro silencio y algún reproche mal callado. Meses, años incluso, y lágrimas, bastantes lágrimas ― más de nuestra parte, que de la suya, aunque alguna vez la sorprendimos a escondidas en su vieja cocina: «Las cebollas estas, hijas, que están muy vivas» ― el hacerla entrar en razón para que definitivamente se viniera a vivir a la ciudad con una de nosotras, o con el hermano y la cuñada, si así era su gusto. Al piso que ella quisiera, pero a uno. Porque a su edad no podía seguir sola en aquella casa enferma de vejez y soledad. Sin teléfono. Sin agua corriente, sin luz eléctrica. Sin consulta médica. Sin servicio alguno. Casi incomunicada, con tan solo el autobús de los lunes y los viernes de paso a un par de kilómetros de allí, en el cruce de la vieja carretera de camino al pueblo grande de la provincia. Imposible continuar así, viviendo a más de tres horas de coche de una de nosotras, de cualquiera de sus tres hijos. Irrazonable para todos, menos para ella.

Y no cedía. Qué mujer. Qué carácter.

Quizá el verse sola, tirada en la tierra, durante horas, con la cadera rota, junto a las tontas gallinas, acabó por convencerla. Gracias a Dios, que por allí cerca, a tiro de piedra del cercado, pasó un rebaño paciendo rastrojos, del forraje duro que mejor leche hace según los pastores. Bendito el perro de aquel hombre, que escuchando sus gritos entre los balados de las ovejas con ojos grandes y compresión pequeña, a ladridos cargados de desesperación, consiguió llamar la atención de su amo, aun a riesgo de terminar apaleado por pesado. Gracias a Dios, porque no cuesta imaginar el desenlace terrible que hubiese tenido nuestra querida y cabezona madre.

No por eso, a las pocas semanas, con la herida de la operación todavía fresca, aunque bien cicatrizada, el susto cayendo en el olvido y sintiendo la prótesis como algo propio, dejó pasar la oportunidad. Y sin cortarse un pelo, con todos presentes en la comida familiar por su santo, entre cucharada y cucharada, nos lanzó el comentario que algunos nos temíamos ― conociéndola como la conocíamos ―, a modo de globo sonda, para ver qué resultaba: «En unos meses como nueva y para Pentecostés de vuelta a casa».

foto Alfonso Vila - relato Tomás Soler

La negociación nos llevó a la concesión irrenunciable de tener que llevarla, mientras tuviera siquiera un aliento en el pecho, cada santo día de San Juan, al pueblo; y por supuesto, como Dios manda, a su cementerio. Pasara lo que pasara, lloviera o tronara, hubiera riada o sequía extrema, allí teníamos que acudir en procesión, adonde apenas si quedaba algo que honrar, más allá de la memoria familiar que algunos ya estábamos por hacerlo desde la distancia. Nombres medio borrados, irreconocibles en la mayoría de los casos, cruces caídas, lápidas ya prácticamente engullidas por la voracidad sin igual de la naturaleza dejada en paz. Allí, a los pies de aquellos dos espigados cipreses que cualquier día también se cansarían de mirar al cielo e irían a reunirse con los restos de los que un día les precedieron. Y en la fecha fijada, a poder ser antes de mediodía, que luego apretaba mucho el calor y las moscas. Solo pidió eso, nada más. Y la verdad es que se le hubiera concedido mucho más.

Salimos del garaje con los claros del alba, conducía Frasco ―aunque ahora se haga llamar Francis―, el hijo pródigo. A su derecha, la hermana.  Y con ella atrás, mi mayor, que se había empeñado en conocer los orígenes maternos, y servidora. Esta vez, por suerte para mí ―nunca me ha gustado conducir―, íbamos los cuatro juntos, además del nieto mayor, a presentarle nuestros respetos al gran ausente en la familia.

Ay, padre, si yo te contará cómo ha cambiado este mundo en no demasiados años.

Pronto, sin abandonar la lengua oscura del asfalto, el gris de la ciudad fue dando paso a los distintos verdes de los hierbajos y los arbustos, los muchos marrones de la tierra desnuda de los cerros cuarteados y sedientos, además de los rojos y amarillos de la escasa floresta, y del azul del cielo. Era inmensa la paleta de colores que se abría a nuestro alrededor.

Y madre, más callada que de costumbre ―a pesar de ser una mujer de muy pocas palabras―, con los ojos grandes puestos más allá de las lunas de las ventanillas, con la mirada en el horizonte como perdida a saber en qué tiempo e historias. Qué estaría pensando, ¿en el pueblo, en ella misma allá, en su casa, en sus animales, en su huerta, en tantos años de labor, tal vez en nosotros tres cuando niños, en padre, en los cinco de nuevo juntos? Imposible saberlo, pues aunque hice el intento en un par de ocasiones por sonsacarle algo, volvía su rostro impávido un instante hacia mis interpelaciones, sonreía ligeramente ―si esa mueca puede considerarse como tal― y regresaba de nuevo a la cerrazón de su mundo.

foto Alfonso Vila - relato Tomás Soler

No era complicado adivinar cuándo quedaba poco para llegar. Perfectamente el viaje se prestaba a ser identificado por la cantidad, dimensión y firme del terreno por el que rodábamos. Primero los cuatro carriles, pronto estos se quedaban reducidos a dos, después a uno y estrecho, y ya llegando, hasta desaparecía el asfalto. Por suerte, algo bueno tenía que tener el cochazo de Francis, que diga Frasco, que diga Paquito ―así le llamaban en el pueblo sus amigos cuando niños―, pues además de no sé cuántos caballos bajo el capó, tenía una buena suspensión que nos evitaba acabar medio golpeados de tanto socavón y rizo por el camino de cabras que un día fue de personas, carros tirados por bestias; y también de algún que otro coche, como por ejemplo el del cabo de la Guardia Civil, el alcalde o el médico.

Y al fin, como no podía ser de otra forma, a 24 de junio, San Juan, además de su santo y su cumpleaños, también el día en el que se casaron, y casualmente ―si en verdad existen las casualidades―, como un guiño macabro del destino, el de su último aliento, allí que estábamos, la familia: su mujer, sus hijos, el nieto mayor, la familia casi al completo.

¿De verdad que todo en la vida de mis padres tuvo que suceder en fecha tan señalada? Imposible dejar de pensarlo.

Y al igual que cada santo año, desde que vive con nosotros, llevando a madre del brazo. Nos acompañaba como banda sonora el sonido de las pisadas por la grava, el piar de los pajarillos, y sí, algún que otro zumbar de moscas que amenazaba en ir en aumento. A lado y lado, los matojos prosperando entre las piedras caídas, cada vez más altos por el abandono. Un paso y otro y otro, despacio, lentamente, al ritmo de la abuela, hasta que casi sin darnos cuenta, como guiados por la costumbre, justo a los pies de la lápida. Y sin mucho más que añadir, ayudando a la abuela, y a sus manos temblorosas, el ramo de flores junto a la foto ya velada, irreconocible, del que siempre dijo que fue el día más feliz de su vida. Por fortuna guardábamos copia de esa y de las otras dos fotos de su boda, pues no hubo más.

Dios, siempre la misma historia. Cuándo se acabará todo esto. Qué congoja. Imposible contener las lágrimas. Qué sola se quedó mamá, a pesar de la compañía de sus hijas, del hijo, de los nietos que fueron viniendo, de todos nosotros, cuando faltó el abuelo.

Los pañuelos enjugando los rostros, algunos suspiros casi gemidos, y el silencio: ni una palabra por parte de ninguno, nada. Tampoco mamá. Qué entereza de mujer, ni una lágrima. De piedra me ha parecido a veces, y cada día más y más.

Y saliendo por la puerta, con la abuela agarrada a uno y otro lado, quizá más ligera en el paso, girándose hacia el único que mira con interés todo lo que nos rodea, pues es algo nuevo para él:

«Qué pena más grande, hijo. Y su familia, ¿cómo están?»

SOBRE EL AUTOR: TOMÁS SOLER BORJA (ÁGUILAS, MURCIA, 1973). Autor de los poemarios Papel, lápiz y soledad (Editorial Groenlandia, 2014), A la contra (Ediciones En Huida, 2017) y Un día en las carreras (Editorial Versátiles, 2017). Ha participado en distintas revistas literarias (Gatos y Mangurrias, Gealittera, La Galla Ciencia, Excodra, Fiat Lux, Manifiesto Azul, etc), así como en antologías (tales como La luna en verso, Libertad tras las rejas, el camino del corazón solidario, etc) y en numerosos recitales de su localidad, región y comunidades cercanas (entre ellos, II Encuentro de las Letras del Mediterráneo, el Festival Internacional de Poesía Grito de Mujer, La Noche en Blanco en Granada, etc).

SOBRE LA RESPONSABLE DE PALABRA DE ARGONAUTA: ANA PATRICIA MOYA (CÓRDOBA, 1982). Estudió Relaciones Laborales y es Licenciada en Humanidades por la Universidad de Córdoba. Ha trabajado como arqueóloga, bibliotecaria, documentalista, etc. Actualmente, se busca la vida como puede y dirige el Proyecto Editorial Groenlandia. Su obra más reciente es Píldoras de papel (Huerga y Fierro, 2016); próximamente publicará su próximo poemario, La casa rota (Versátiles Editorial). Sus textos aparecen en distintas revistas y antologías literarias; también ha obtenido algún que otro premio por sus despropósitos lírico-narrativos. Eterna finalista.

SOBRE EL FOTÓGRAFO: ALFONSO VILA FRANCÉS (VALENCIA, 1970). Poeta, narrador, fotógrafo. Ha vivido en Orihuela, Madrid, Bruselas y Debrecen (Hungría). Ha trabajado como monitor de tiempo libre, bibliotecario, archivero y profesor de secundaria. Ha colaborado en revistas tales como Calicanto, Acantilados de papel, La bolsa de pipas, Fábula, Ágora, Hojas Iconoclastas, etc. Ha ganado diversos premios literarios por sus obras. Autor de varios libros, entre ellos, Acto de clausura, Tiempo Muerto (ambos de poesía), La vida mientras tanto, Velas (relatos), etc.

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2) No se aceptarán borradores, textos sin corregir, con faltas de ortografía o fragmentos de novelas.

3) El nombre del archivo que tendréis que remitir de manera adjunta será TEXTOS Y BIO DE (vuestro nombre y apellidos a continuación). Ejemplo: TEXTOS Y BIO DE PATRICIA BRAVA.doc.

4) Se remitirán al correo de la encargada de la sección: yosoyperiquillalospalotes@gmail.com, con (IMPORTANTE) el asunto: «SECCIÓN ODISEA CULTURAL». 

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3) El nombre del archivo que tendréis que remitir de manera adjunta será TEXTOS Y BIO DE (vuestro nombre y apellidos a continuación. Ejemplo: TEXTOS Y BIO DE PATRICIA BRAVA.doc.

4) Se remitirán al correo de la encargada de la sección: yosoyperiquillalospalotes@gmail.com, con (IMPORTANTE) el asunto: «SECCIÓN ODISEA CULTURAL ESPECIAL MICRORRELATOS». 

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