Dos ensayos inéditos del escritor mexicano Juan Fernando Covarrubias

Juan Fernando Covarrubias

Presentamos dos ensayos aún inéditos del genial escritor mexicano Juan Fernando Covarrubias: «Las disputas entre la mosca y el hombre» y «Alguien más estaría muriendo», que serán incluidos en el libro titulado (probablemente) «En la conversación del tedio».

 

Las disputas entre la mosca y el hombre

Tres moscas consumen un cadáver tan aprisa como lo haría un león. Esta apreciación de Henri Barbusse en El infierno, no deja de inquietarme y producirme pesadillas. La compartí con unos amigos y enseguida se desató la polémica. Más de alguno dijo tener ganas de atrapar una y examinarla a conciencia por horas, incluso días si fuera necesario. Hay quienes pondrían en entredicho las posibilidades de destrucción y de barbarie de la mosca que sugiere este renglón de Barbusse, si se piensa en su aparente debilidad; pero, por el contrario, yo reflexiono sobre su vieja insistencia de hacer acopio de animadversión, por ejemplo, de los comensales en torno de una mesa.

El estado de ánimo general del ágape puede alterarse definitivamente si alguno de los presentes deja que la mosca, parada en el filo de su vaso de limonada o sobre el pan embarrado de mayonesa, se haga vieja y se relama las patas mientras observa la parsimonia de quienes parecen flotan a su alrededor. Para no dar tiempo al desaguisado el punto de partida es, en realidad, el punto de llegada: soltar un manotazo despiadado y con ira. Tragan como un león pero todavía están al alcance de la mano, o de esa extensión del brazo llamado matamoscas.

Si se atiende a lo que dice Barbusse, habría que considerar para futuras descripciones con afanes zoológicos el talante e instinto devorador de la mosca en sus diferentes estadios, más punzantes y asquerosos cuando es larva y ninfa que en su etapa adulta, donde ya ostenta un nombre por lo menos apantallante: moscón azul.

Minúscula para el hombre pero de tamaño enorme, zumbante pero siempre inoportuna, a la mosca habría que situarla en el lugar exacto de los devoradores y de aquellos que se empeñan en sacralizar lo que pasa de un estado sin defecto a uno de putrefacción. Su primer nido, qué dudarlo, estaría en los basurales, en los comederos abandonados, en los tiraderos y en todo aquel escondrijo que expela un aroma por lo menos nauseabundo. ¿Es en la mierda donde se le puede encontrar en su estado natural? Sí, pero no únicamente allí, también en territorios donde los despojos auguran un néctar, incluidas las frutas descompuestas.

En Movimiento perpetuo, Augusto Monterroso apela a la identificación de la mosca como causante de hecatombes y la restitución del equilibrio a un mismo tiempo. Poderosa y endeble, estos dos extremos conviven en su naturaleza. Más allá de su condición inquieta y de vuelo casi perenne, inmune al letargo y el desasosiego, la mosca posee una doble personalidad: es destructiva y diligente en el aseo, como si quisiera prever cualquier tipo de contagio pero, al mismo tiempo, se empeña en ensuciar con sus patas acolchonadas y pegajosas toda superficie a su alcance. Se le encuentra en la luz, en el aire, en el calor y en la oscuridad, porque apenas duerme a intervalos, siete minutos a lo mucho en veinticuatro horas y después vuelve a su vuelo vociferante.

La mosca es quizá el punto de fuga de una larga cadena de animales zumbones a los que por mucho tiempo hemos considerado molestos y generadores de disputas conyugales y familiares. Más de una discusión hemos iniciado y sostenido hasta el límite de la exasperación por la intromisión de estos animales en la cocina, en la sala, en el comedor, incluso en el dormitorio; al lanzarse en su caza, el hombre no hace una labor higiénica simplemente, sino que trata de darle pronta satisfacción a su inquina. Monterroso hace un efecto de espejo con aquella verdad cristiana cuando sentencia que “en el principio fue la mosca”. Y de la mosca, entonces, vino todo lo demás. Así lo dejó escrito José Emilio Pacheco en estos tres versos: “Cada vez que me creo importante/ llega la mosca y dice:/ no eres nadie”.

 

Alguien más estaría muriendo

No había visitado la tumba del abuelo desde su muerte. Quince años transcurridos y ni un día, de pie, en el panteón, frente a su presencia ausente. Ahí, delante de su nombre en la lápida, recordé el inicio de aquel poema de Roberto Juarroz: “Mientras haces cualquier cosa,/ alguien está muriendo”. Este par de versos se parecen tanto a ese mazazo que se les daba antes a las reses en la cabeza apenas trasponían la puerta del matadero en el rastro, una tras otra y presintiendo todas lo que le sucedía a la que iba adelante; por principio de cuentas, que ya no volvía. En ese ínfimo presentimiento ya las patas se les doblaban y enseguida caían como se vendría abajo una carpa de circo si se le quitara el pivote que la sostiene: un último y lastimero mugido, un temor acendrado, una visión recortada, desenfocada y sangrienta, cálida en su hervidero rojizo. Y también soledad. Quizá, más que otra cosa, soledad: en fila india, sin salirse de la línea, cercadas, pero solas. Cada una de las reses en soledad. Solas.

Eliot escribió que la poesía dice lo que no puede decir la prosa. Porque entonces, ¿cómo darle forma a ese vacío que experimentaba frente al mármol cuya lápida sostenía el nombre de mi abuelo? Entretenidos todos, quehacerosos o mirando nada más el techo como Witol en aquella habitación en Cosmos o Miss Golytly en su efigie de madera africana en Desayuno en Tiffanys, tal cual en su pereza e incertidumbre, daría igual, al final sería la misma cosa: “Y aunque pudieras llegar a no hacer nada,/ alguien estaría muriendo…”, continúa Juarroz. Y del mismo modo que las vacas –esos últimos dinosaurios en el siglo de las máquinas como las llamara Zitarrosa– solos nosotros, muriendo todos, muriendo solos, ahí en bien formada e interminable fila india, un último y lastimero quejido, muriendo… Como el abuelo. Hay un sentido en lo que se hace o en lo que se dice –es lo mínimo que se le exige a cada uno–, pero la distracción consiste en que comenzamos a contar historias, a inventarlas en su transcurso, a cada vez más alargarlas y agregarles un nuevo final. Entonces, sí podríamos llegar a no hacer nada al tiempo que alguien, oculto, abandonado, esté muriendo.

“Y aunque te estuvieras muriendo,/ alguien más estaría muriendo…”, agrega el poeta. La paridad con nuestros semejantes es la marca inexpugnable en la frente, imposible de ocultar y eliminar. Esa es la certeza primigenia del nacimiento, la única que persiste inamovible a lo largo de la existencia, inquebrantable, como si se viera todos los días un letrero al frente, aun cuando se cerraran los ojos y se velara la memoria. La casi ceguera que con el tiempo se instala en los ojos puede desvanecerse en cualquier momento, o por lo menos correr un poco la cortina de desearlo de ese modo. Pero quizá esa ceguera momentánea no es tal, salvo lucha contra la desmemoria.

“…alguien estaría muriendo,/ tratando en vano de juntar todos los rincones,/ tratando en vano de no mirar fijo a la pared”. El abuelo se quedó fijo en el tiempo, como antes hiciera su padre y, por si fuera poco, en la misma cama. Después mi propio padre, aunque en cama distinta. De ese amontonamiento de días en la vida podría sacarse en claro una cosa, quizá muchas, pero una sola se me ocurre ahora mismo: que en el trabajo de las manos no radica la posibilidad de la prolongación de la existencia o el impedimento de la muerte. ¿Dónde, entonces? Tal vez sea nada más una somera justificación para el continuo respirar, ése sí persistente, vigoroso. “Por eso, si te preguntan por el mundo,/ responde simplemente: alguien está muriendo”. Detrás de todo ese escenario del mundo, con luces y provisto de diálogos y personajes, alguien, sin embargo, está muriendo, y lo seguirá haciendo en su último minuto exclusivo de mortalidad, como lo tendremos todos…

 

Juan Fernando Covarrubias nació en Jalisco (México) y estudió Letras Hispánicas. Ha escrito cuento, poesía y es un reconocido periodista. En 2014 obtuvo el Premio Nacional de Cuento “Agustín Yáñez” (México) por su libro O Cirilo tal vez regresó. También publicó en este mismo género La muerte compartida (La Zonámbula, 2013). Ha publicado numerosos textos en el Periódico de poesía de la UNAM, en la revista Luvina de la Universidad de Guadalajara, en la revista Cultura de la Secretaría de Cultura de Jalisco, y en la revista colombiana Periódico de libros, entre otros medios. Tiene una columna semanal en el periódico Máspormásgdl.

También queremos agradecer a la escritora y editora Marlene Zertuche su mediación para hacernos llegar estos textos del autor.

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